Rivalidad portuaria
Los puertos españoles ya vuelven a hacer inversiones, sobre todo los de la fachada mediterránea, y eso sería una magnífica noticia de no tener en la memoria lo que ha ocurrido con Bilbao, Gijón o Ferrol, donde se han enterrado ingentes cantidades de dinero que puede que no se recuperen en décadas. Un dinero que supuestamente han de pagar los que tomaron la decisión, dado que los puertos son autónomos desde hace ya mucho, pero que en la práctica acabamos pagando todos. Pagamos como contribuyentes y pagamos por la competencia desleal que eso origina, ya que, al final, el sistema portuario trata de evitar el colapso de los temerarios, echando mano de la caja común o reservándoles algún tráfico.
Lo ponía de relieve recientemente el presidente del puerto de Santander en su charla en el Círculo Empresarial Cantabria Económica, y no parece que hayamos sacado muchas conclusiones de los errores del pasado. A poco que se abra la mano sobre el gasto, cada comunidad tratará de volver a aquellos tiempos de grandeza en los que se aspiraba a todo: al superpuerto más grande, al aeropuerto más espectacular o a la mayor cartera de servicios hospitalarios, sin tener en cuenta si en la comunidad de al lado, y a muy pocos kilómetros, estaban invirtiendo en lo mismo, lo que neutralizaba las posibilidades de éxito de ambos.
En política se polemiza hasta la extenuación asuntos de interés muy relativo y se pasan por alto las cuestiones de gran calado, como la ordenación racional de las inversiones, para no duplicarlas, competir innecesariamente entre territorios o, directamente, tirar el dinero público a la papelera, y lo que ha pasado y puede seguir pasando con los puertos es un buen ejemplo. En España hay demasiados, pero ninguna comunidad autónoma quiere renunciar a alguno de los suyos y, mucho más, si como ocurre con Cantabria, tiene uno solo. Es entendible y puede llegar a defenderse. Lo que no tiene sentido es que, además de conservarlos, cada uno pretenda ofrecer todos los servicios, replicando inversiones que ya hizo el de al lado, con el evidente objetivo de quitarle el negocio y provocando en la práctica que los gastos de unos y otros sean ruinosos.
‘Hay pocas inversiones donde los errores resulten más caros que en los puertos’
Como es evidente que ninguna empresa privada se atrevería a presentar a sus socios una inversión destinada a generar pérdidas durante décadas, habría que preguntarse por qué desde la política y desde la propia ciudadanía se da por bueno que los puertos (los propios, por supuesto) se hayan lanzado a este tipo de actuaciones sin sentido.
Jaime González pedía en su charla una coordinación de estas estrategias, para no replicar en Bilbao o en Gijón las inversiones para captar los tráficos ro-ro que se han convertido en una de las fortalezas de Santander, o las líneas de ferry, como no tendría sentido que Santander hiciese (de tener recursos para ello) inversiones destinadas a quitarle tráficos muy asentados a Bilbao o Gijón. No hace falta señalar que en esta batalla desigual, Santander tendría todas las de perder, por una mera cuestión de tamaño.
Al crear el sistema autonómico, el Estado descentralizó servicios muy sensibles, como la sanidad o la educación, pero se reservó la coordinación, y de hecho subsisten esos ministerios, aunque tengan muy pocas competencias. En el caso de los puertos de interés general, su capacidad de decisión es mucho más notoria, puesto que se mantienen bajo su control y, por tanto, esas inversiones alocadas del pasado son mucho menos justificables. Tampoco es válido el argumento de que el tiempo acabará por darles uso. Basta pensar qué ocurrirá con el superpuerto que Álvarez Cascos se empeñó en construir en Gijón y que ahora tiene grandes espacios sin uso el día, no muy lejano, en que la descarbonización de la economía sea un hecho, y desaparezcan unos tráficos que ahora le resultan decisivos. Por lo pronto, Iberdrola ya ha anunciado que cerrará sus centrales de carbón, lo que tampoco es una buena noticia para el Puerto de Santander, donde se construyó una terminal al efecto.
Hay pocas inversiones tan estratégicas como las que se hacen en los puertos, y donde los errores sean más caros. Pero a estas alturas ya no podemos engañarnos. Si los seguimos cometiendo es que nuestra comportamiento de nuevos ricos con el dinero público no tiene remedio. Y no nos engañemos, para la opinión pública, lo importante sigue siendo que se hagan y no el cómo se van a pagar, probablemente porque todo acaba en la caja común.