25 años de nuestra llegada a Internet
La conexión que cambió nuestras vidas y nuestros trabajos para siempre ya está tan interiorizada por varias generaciones que no concebirían el mundo sin su existencia
“Nos ha cambiado la vida”. “¿Cómo lo hacíamos antes?” “¿Por qué va a haber que pagar por eso?” Son frases que hemos dicho todos, porque ha habido un antes y un después de Internet. Ya no imaginamos la posibilidad de tener que ir a buscar una información concreta a una biblioteca, enviar unas fotos en un sobre de correos para que lleguen en el mejor de los casos al día siguiente o pagar por algo que nos han ofrecido gratis durante años a través de la pantalla del ordenador. Internet ha marcado un antes y un después, pero ya no es tan reciente. En Cantabria Económica y Crónica de Cantabria hemos cumplido 25 años conectados.
Nadie había oído hablar de Google, porque no existía. Los robots que buscaban noticias por la red se llamaban Altavista o Lycos –que parecían los dueños de la nueva tecnología y no unos meros facilitadores– a los que se unió algo más tarde Yahoo. Todos ellos, indestructibles. En marzo de 1996, Cantabria Económica se conectaba a Internet a través de un proveedor vasco, Sarenet, que había empezado a dar este servicio en Cantabria, donde estaba representada por un ingeniero de Telecomunicaciones, Guillermo Bustillo, que tendría mucho que ver con la divulgación de esta nueva tecnología en nuestra comunidad, primero desde el ámbito privado, y luego desde el público, a través de los cursos de Sodercan. Por increíble que parezca hoy, para conectarnos bastaba con un modem de 48K, que producía un molesto ruido al transmitir, como un rascado sobre una superficie dura, bastante irritante, ya que se instalaba junto al ordenador.
Hasta entonces, navegar era desplazarse en barco pero empezaba a ser algo muy distinto. Nadie sabía muy bien por qué empezó a llamarse así, ni por qué empezaban a surgir ‘portales’ que no tenían nada que ver con las casas, pero aceptábamos la traducción de los términos anglosajones con la misma naturalidad con que se acoge todo aquello que no se aspira a entender.
Deslumbrados por disponer de aquella abrumadora cantidad de información instantánea (las páginas tardaban un poco en cargar, pero cargaban), asistíamos a la novedad con el mismo arrobo con que los indios acogieron las novedades que llevaban los conquistadores españoles. Por los hilos de cobre del teléfono, que hasta entonces solo servían para hacer llamadas, llegaba casi instantáneamente cualquier cosa que alguien hubiese colgado (otra nueva incorporación semántica) con su ordenador en California, Barcelona o en Berlín. Y ya se podían leer las noticias de los periódicos gratis, porque se sumaron entusiásticamente a la iniciativa, sin saber que aquella gratuidad iba a suponer su futura ruina.
En ese momento, en Cantabria éramos 60 usuarios, que cada mes teníamos que pagar por tener Internet. Sí, era un servicio de pago, que se abonaba independiente de la factura del teléfono. Bien por ese motivo, bien por desconocimiento de este nuevo mundo, bien porque por entonces no había ningún proveedor cántabro, era un fenómeno casi anecdótico, aunque todo el mundo hablase ya de él.
En cualquier caso, éramos pocos los que habíamos sentido la necesidad: los que podíamos sacar algún partido de esa abrumadora cantidad de información. Nosotros, que por motivos profesionales estábamos suscritos a varios periódicos de economía y de información general, que se acumulaban en enormes pilas en la redacción a un ritmo desaforado, ahora podíamos tener toda esa información (y la de muchos más) sin pagar, sin ocupar espacio físico y, sobre todo, sin tener que archivar diariamente docenas de recortes para poder documentar las informaciones. Internet llegaba con unos servicios añadidos de búsqueda (ya estaban en funcionamiento las ‘arañas’, unos robots virtuales que cribaban instantáneamente toda la red para seleccionar lo solicitado en los términos de búsqueda). Nuestro enorme archivo, producto de años de trabajo, pasaba a ser casi inútil. Era más rápido poner las palabras claves en el buscador que levantarnos a indagar entre las carpetas de fotocopias, catálogos y memorias de empresas que desbordaban nuestras estanterías.
La experiencia del móvil
Se repetían algunas de las vivencias que tuvimos muy pocos años antes con el teléfono móvil, pero de una forma más discreta. En los coches oficiales de la comunidad había celulares desde 1990, pero el tamaño del terminal y de las baterías no permitían sacarlos del vehículo, por lo que eran muy poco conocidos.
La primera experiencia con un auténtico teléfono móvil, en 1993, fue muy distinta. Sacar del bolsillo la terminal (que por su carestía y escasez solo se alquilaban para alguna necesidad especial) y hablar desde la calle suponía la absoluta garantía de que todo el mundo se volvería a mirar y algunos se quedarían plantados delante con asombro e incluso con escepticismo, porque para muchos resultaba inconcebible.
Internet no sorprendió tanto, porque cuando llegó todo el mundo estaba más atento al teléfono móvil, que empezaba a popularizarse entre distintas capas de población. Surgían las primeras grandes operadoras españolas de móviles (Moviline en 1994, Airtel en 1995 y Movistar, en 1996), que se dieron mucha prisa en conseguir clientela a base de regalar terminales a cambio de un contrato. De la noche a la mañana, España se llenó de Nokias y de algún que otro Motorola. Nadie imaginaba por entonces los smartphones que llegarían una década después, porque nadie concebía otra utilidad para los teléfonos que la comunicación por voz, hasta que alguien descubrió que el sistema interno de las compañías de reporte de incidencias por mensajes de texto podía rentabilizarse si se comercializaba al púbico. El éxito fue tal que, muy poco tiempo después, 40 millones de españoles se felicitaban al tiempo la Nochevieja con mensajes más o menos ocurrentes. Pero eso sucedería más tarde y es otra historia.
Cuando, en 1996, nos conectamos a Internet solo había pasado un año de su llegada al terreno privado en EE UU, puesto que hasta 1995 había sido un sistema de interconexión creado por las universidades norteamericanas –antes lo había hecho su ejército, con su red Arpanet– al constatar que, si los ordenadores podían conectarse entre sí por vía telefónica, bastaría establecer unos protocolos de enrutamiento y unas puertas de entrada y salida para conducir esos documentos de un ordenador a otro.
A veces, un invento tan grande solo necesita una inversión tan pequeña como establecer protocolos, algo que para un español parece un trabajo tan incómodo e inútil como leerse un libro de instrucciones pero que para un anglosajón resulta imprescindible. Solo así puede entenderse que inventasen el fútbol y el rugby (los mayores negocios de la historia) simplemente por su empeño de que cualquier juego tiene que tener un libro de reglas, lo que obligó a separar ambos juegos por el desacuerdo entre quienes pretendían que se pudiese jugar también con las manos y quienes no lo aceptaron.
Algunas universidades españolas se habían conectado a la red universitaria norteamericana NSF muy pronto, en 1990, pero esa experiencia quedaba en círculos tan reducidos que pasó inadvertida y hay que tener en cuenta que la World Wide Web (www) para compartir información no nació hasta 1992. Fue este servicio el que realmente impulsó la popularización, ya que permitía publicar documentos en Internet e incluir enlaces a documentos alojados en otros servidores (hipertexto). Eso dio lugar al primer navegador, llamado Mosaic, que se convirtió en Netscape cuando Microsoft creó un competidor, el Explorer.
El precedente de los ganaderos
En España había un precedente de Internet, aunque apenas llegó a ser conocido. Se trataba del videotex, un desarrollo francés que utilizaba los Minitel, unos ordenadores tontos (meras terminales). Como los sufragó la Comunidad Europea, su uso estaba limitado a los ganaderos, que podían conectarse con los laboratorios lecheros o de su empresa de recogida para consultar cada día los datos de grasa, extracto seco, etc. de la leche que entregaban. La verdad es que resultaban complejos de utilizar, necesitaban una conexión RDSI (cara y muy difícil de conseguir en el medio rural), y resultaron un poco prematuros para como estaba el campo por entonces.
De forma privada, también los incorporaron algunas agencias de valores y despachos financieros, para seguir al momento las cotizaciones de bolsas y materias primas, pero su uso fue muy reducido.
Sodercan atravesó una situación muy incierta durante el segundo mandato de Hormaechea, en la que sus trabajadores estuvieron meses sin cobrar, pero la llegada al Gobierno de José Joaquín Martínez Sieso le devolvió la normalidad y una de sus primeras iniciativas fue impartir cursos para aprender a manejar Internet en su agencia ADMI. Hoy, navegar no parece un gran problema para cualquier usuario pero en aquel momento sí lo era. Hay que tener en cuenta que, aunque ya se estaban generalizando los ordenadores personales, había mucha gente que no los había usado nunca antes.
Los periodistas fuimos los pioneros de aquellos cursos de divulgación, lo que nos sirvió para adentrarnos en el gran arcano de los nuevos tiempos. Descubrimos con sorpresa que no solo podíamos ser usuarios sino que también podíamos alimentar la enorme telaraña mundial que se estaba creando con nuestras propias páginas, y no resultaba demasiado complejo. Cualquiera con cierta habilidad y sin conocimientos informáticos podía hacer una página personal manejando unas plantillas muy básicas.
Esa experiencia desmontaba la idea de que en Internet habría muchos usuarios y muy pocos proveedores. Nosotros estábamos preparándonos para estar en el grupo de los que creaban contenidos, e imaginábamos ingenuamente que seríamos muy pocos en la región. Por tanto, queríamos hacerlo bien, convencidos de que iba a ser la imagen de Cantabria ante el exterior.
En unos meses comprobamos que éramos miles pensando lo mismo y que cualquiera –no solo los medios de comunicación– podía colgar información general o particular en la Red. Por tanto, ni era tan importante lo que dijese cada uno, ni merecía la pena ponerse tan trascendente. Aquello no iba a ser una especie de biblioteca audiovisual de consulta sino una enorme barahúnda de noticias, impresiones personales, páginas institucionales de empresa y, sobre todo, sexo, los primeros negocios en comprobar el enorme potencial comercial que tenía ese canal.
Antes de incorporarnos a Internet llegó a España la tecnología francesa de Minitel (Videotex), con la que el país vecino había adelantado a los norteamericanos, al menos en el uso doméstico. Los franceses podían consultar la bolsa, adquirir acciones, chatear, recibir correos, e incluso visitar páginas de contenido sexual desde 1982, mucho antes que de que las webs fueran populares en el mundo. Esta tecnología (un módem conectado a una pantalla y un teclado y sin capacidad de procesamiento) nos llegó a un puñado de españoles en los años 90, gracias a unos terminales subvencionados por la CEE, y apenas nos dio tiempo a familiarizarnos con ellos cuando fueron desplazados por Internet. Un grupo de ganaderos cántabros que recibió estas terminales gratuitamente, podían conocer a través de ellas los análisis de la leche que entregaban, para saber la remuneración que obtendrían de las industrias compradoras. Con otros usos mucho más ambiciosos, Francia llegó a tener 25 millones de aparatos funcionando en las casas y mantuvo el servicio hasta 2012, sin rendirse ante Internet, una muestra más del empeño con que los galos defienden lo propio. En Cantabria Económica lo instalamos en 1994, pero se nos quedó prácticamente nuevo, por la llegada de Internet.
Un sistema barato y rápido para transferir documentos
En el mundo de la empresa, no obstante, las principales utilidades era el mail y la posibilidad de transferir gratuitamente todo tipo de documentos, con la ventaja añadida que se podía hacerlo con una calidad muy alta para los que habíamos sufrido el fax o una versión un poco mejorada llamada dex, que usábamos en los periódicos para tener en el día las fotos –en una escuálida gama de grises– de lo que ocurría en otros lugares.
Si tenemos en cuenta que una línea telefónica dedicada durante las 24 horas del día para intercambiar páginas entre distintas sedes nos llegó a costar el equivalente a 6.000 euros al mes, Internet parecía jauja; un servicio ridículamente barato, aunque hubiera que pagarlo al margen de la línea telefónica y los ficheros que se podían transferir tuviesen que ser de muy bajo peso.
Para los que habíamos sufrido los muchos minutos que tardaban en pasar las páginas por la línea telefónica, el nuevo servicio (el que podía ofrecer un módem de 28,8 k) hasta nos parecía ágil, salvo cuando se colgaba. No obstante, tardaríamos años y varias generaciones de módems y de aumento de capacidad de las líneas hasta que empezamos a enviar las páginas de la revista a la imprenta por la Red, y nos olvidamos de ir físicamente con los discos.
Cuatro años frenéticos
Aquel mismo año de 1996 colgamos nuestra web, Cantabria Económica, pero ya habíamos perdido cualquier expectativa de exclusividad. Éramos de los primeros de la región pero en un mar con tantos peces parecía imposible diferenciarse, y cada día surgían decenas de ideas brillantes para internet que parecían destinadas al éxito. Tan buenas que muchas encontraban inversores de inmediato, pero tan abundantes, a la vez, que no había tiempo para digerirlas.
La inflación de iniciativas y de dinero deparó en una descomunal burbuja que solo cuatro años después había llegado al límite. La crisis de las puntocom en 2000 se llevó por delante ingentes cantidades invertidas en el sector. En España, Terra, adquirida por Telefónica cuando empezaba a ser un gran éxito, fue convertida en un falso Rey Midas, un globo que multiplicó el dinero de los inversores hasta que un día se pinchó y acabó por arruinarlos.
Solo habían pasado cuatro años desde la llegada de Internet a las casas y ya parecía haber muerto de éxito. No murió pero sí se produjo una gran purga, que se llevó por delante a la mayoría de las nuevas empresas y alejó a los inversores españoles para siempre de las puntocom. Había sido una experiencia dolorosa y, a día de hoy, solo EE UU ha rentabilizado el fenómeno.