El extraño caso del empleo
Pocos misterios hay más inextricables que la evolución del empleo en España. Dede que entramos en la actual Unión Europea hemos gastado cantidades ingentes en formación para el empleo de muy dudosa utilidad y, en cambio, nadie se ha tomado la molestia –bastante más barata– de estudiar por qué en los momentos de máximo esplendor económico, en nuestro país la tasa de paro nunca ha bajado del 8%, cuando en cualquier otro estaría entre el 2% y el 4%. Solo podemos intuir que una parte de los españoles demandantes de empleo en realidad no tienen interés en trabajar, lo cual es absolutamente lícito, porque no hay ninguna ley que obligue a hacerlo.
Tampoco ha salido nadie a explicar el motivo por el que han fallado todas las previsiones de los expertos y de los partidos de la oposición sobre los negativos efectos que tendría la fuerte subida del Salario Mínimo Interprofesional, que en dos años ha pasado de 735 euros a 950. Muchos daban por seguro que se produciría un descenso de las contrataciones y abundantes despidos, pero 2021 ha sido un año histórico en la creación de empleos, más de 700.000. No solo ha ocurrido exactamente lo contrario sino que esa evolución tan positiva se ha producido en un contexto muy desfavorable, con nuevos rebrotes del covid que trastocaron la campaña turística del pasado año y rebajaron las expectativas de crecimiento económico.
Subió el SMI más que nunca y el empleo sigue creciendo, incluso más que el PIB
Los economistas de manual suelen olvidarse de que se trata de una ciencia social, en la que se juntan factores de todo tipo, y cuando la directriz apunta en una dirección alcista (ya sea en la bolsa, en los precios de la vivienda o en el empleo) esa fuerza puede con todo y, en cambio, en una espiral bajista, no hay buena noticia que sirva de consuelo ni logre enderezarla.
En un solo año se han recuperado los empleos perdidos por la crisis de la pandemia y la tendencia de las contrataciones era tan fuerte que la multinacional Manpower calculaba, antes de la guerra de Ucrania, que en los dos próximos años España crearía dos millones de empleos más, a pesar de que ya estamos en máximos históricos. Por su parte, los constructores cántabros dicen necesitar 2.000 oficiales que no encuentran. ¿Por qué ahora se crea empleo, con tantas incertidumbres de por medio, y antes no?
Está por explicar y, ya que no han acertado en la predicción, los expertos debieran analizar por qué fallaron sus cálculos. Quizá se deba a un sesgo profesional. Mientras que los empresarios se ganan el aprecio poniéndose objetivos muy ambiciosos –lo que les obliga a cumplirlos, claro–, los expertos se ganan el prestigio por dibujar escenarios amenazantes. Saben que si no se cumplen, nadie les va a pasar factura, porque se mueven en un terreno seguro, el del consenso general, pero si pecan de optimistas y su previsión no es acertada, perderán todo el prestigio entre sus colegas, lo que significa dejar de formar parte del respetado sanedrín de sabios que supuestamente sabe siempre lo que hay que hacer.
El crecimiento del empleo en España tiene dos ingredientes más que merecen una reflexión. El primero de ellos es el hecho insólito de que aumenten las contrataciones más que el PIB, cuando es evidente que un empresario solo contrata si supone que ese empleo le producirá más rendimientos de lo que le va a costar. Ese es un factor que antes o después dará lugar a una corrección. El otro es la subida de los precios. Si el IPC sube un 7% en España y los salarios un 1,5% de promedio, la pérdida de riqueza de los trabajadores es tan brusca que traerá consecuencias en forma de manifestaciones y huelgas. La tranquilidad con la que lo han aceptado los sindicatos hasta ahora es muy llamativa, pero por muy contenidas que tengan a sus huestes, lo probable es que en los próximos convenios vuelvan a querer indexar las subidas a la inflación, lo que provocaría la espiral incontrolable que vivimos durante décadas en España.
En teoría, con unos precios más altos, las empresas no deberían tener problemas para pagar más, pero en la práctica no es así. Esa escalada no se ha trasladado al conjunto de bienes y servicios, sino que se ha producido en sectores muy concretos y para el resto –la gran mayoría– resultaría imposible la revalorización de los sueldos.
Todos estos factores anómalos son minas prestas a estallar en el escenario inmediato del empleo y, aunque su capacidad para influir sobre los precios es muy escasa, el Gobierno tendrá que esforzarse mucho para conseguir que en los próximos meses el IPC retorne a niveles no superiores al 2-2,5%, antes de que se le subleve el personal.
Una inflación tan elevada como la que estamos padeciendo genera más ingresos de los previstos por vía fiscal y hace más llevadera la deuda (siempre que no suban los tipos de interés), pero acaba por afectar a todos muy negativamente. Cuando De Gaulle se vio forzado a claudicar después de todo un mes de caos en el París del 68 y aceptó subir los salarios un 30%, los franceses cambiaron la ira por la euforia, pero esa mayor capacidad adquisitiva no duró mucho. Al acabar el año, el IPC se comió dos de cada tres francos de mejora, al subir un 21%. La economía puede funcionar a saltos, pero antes o después, acaba por poner orden.