El tortuoso camino de la calidad
El descrédito que la crisis de las vacas locas ha arrojado sobre el sector cárnico ha llevado al ánimo del consumidor la desconfianza sobre el tratamiento que reciben muchos de los productos que forman parte de nuestra dieta alimentaria. Para recuperarla, nada mejor que la puesta en práctica de métodos de producción cuya idoneidad sea respaldada y fiscalizada por un organismo independiente. Pero la consecución de estas garantías, sujetas desde 1992 a una estricta reglamentación comunitaria, no es una tarea fácil y el ejemplo de lo ocurrido en nuestra comunidad con la etiqueta Carne de Cantabria ilustra las dificultades del proceso.
Bien sea por falta de voluntad política en determinadas fases de gobierno o por desacierto en la elección del camino a seguir, lo cierto es que diez años después de haberse iniciado la creación de un marchamo propio para la carne de Cantabria, aún no se conoce el final del proceso, y las recientes dimisiones del presidente y del vicepresidente del Consejo Regulador que con carácter provisional se formó hace cuatro años, han venido a poner de manifiesto el cansancio del sector ante una demora difícilmente justificable.
La adaptación a la normativa europea
Cuando en 1982 Cantabria asumió las competencias en materia de denominaciones de origen, se abrió para esta comunidad la posibilidad de reforzar la imagen de determinados productos autóctonos. Así, en 1985 se crea el Consejo Regulador de la Denominación de Origen Queso de Cantabria, y dos años después la de Quesos de Liébana, dos productos que tanto por su materia prima como por su peculiar elaboración resultaban fácilmente identificables. Pero faltaba por resolver la promoción de los productos alimentarios con mayor relieve económico, la carne y las semiconservas de anchoa.
En 1991, el Gobierno de gestión que presidió Jaime Blanco dio los primeros pasos para poner en marcha un distintivo para la carne de Cantabria sacando a concurso la creación de un logotipo, aunque la breve duración de aquella etapa de gobierno impidió avanzar más en un objetivo que estaba claramente trazado.
Otro acontecimiento vino a complicar el establecimiento de esta denominación de origen. En 1992 Bruselas endurecía notablemente las condiciones de los estados miembros y de las regiones para crear denominaciones que, como las de origen o las indicaciones geográficas protegidas, llevan aparejada una reserva de nombre. La Comunidad atajaba de esta forma la avalancha de denominaciones que empezaba a inundar el mercado europeo y que, a falta de una normativa homogénea, creaba una enorme confusión en el consumidor.
La primera consecuencia de esta nueva reglamentación en Cantabria fue la necesidad de desdoblar la denominación Quesos de Liébana en dos nuevos marchamos: Quesucos de Liébana y Picón Bejes-Tresviso. Tras esta modificación, las tres denominaciones de origen relativas al queso –que convierten a Cantabria en la comunidad autónoma con más denominaciones de este producto– fueron convalidadas por la Unión Europea, que aceptó también la posibilidad de que en los dos casos citados se utilizase como materia prima las tres clases de leche (vaca, oveja y cabra y sus mezclas), algo que actualmente resultaría imposible de lograr.
Las marcas de garantía regionales
El endurecimiento de los requisitos para otorgar denominaciones de origen y la necesidad de que Bruselas diese el visto bueno a la creación de nuevos marchamos con reserva de nombre, impulsó a las comunidades autónomas a buscar caminos alternativos para promocionar y proteger sus productos. El resultado fue una explosión de nuevas etiquetas de calidad, respaldadas únicamente por los gobiernos autonómicos, pero sin ningún valor oficial, precisamente lo que Bruselas había tratado de evitar. En nuestra comunidad esta reacción tuvo su reflejo en la creación en 1992 de la denominada Calidad Cantabria, a la que se acogieron dos productos: el orujo de Liébana y la carne.
La proliferación de estas nuevas certificaciones, que no estaban sujetas al control de las directivas comunitarias y que podían distorsionar el libre juego del mercado al dotar a los productos afectados de una poderosa herramienta de marketing, alarmó a los responsables de la Comisión Europea que apercibieron al Estado español con sanciones si no se anulaban esas etiquetas de calidad y se reconducía el proceso hacia los cauces que marcaba el reglamento comunitario. Campañas como la de Alimentos de España, promocionada por el propio Ministerio de Agricultura, Alimentos de Andalucía y un sinnúmero de etiquetas regionales que se habían impulsado desde los gobiernos autonómicos tuvieron que ser anuladas o reconvertidas en marchamos que no infringiesen la normativa comunitaria.
Picaresca oficial
Las estrategias fueron muy variadas y cercanas a la picaresca. Galicia, por ejemplo, registró su etiqueta de Galicia Calidade como nombre de una sociedad de carácter público, mientras que otras comunidades optaron por utilizar la cobertura legal de la Ley de Marcas de 1988, que permitía crear marcas de garantía a instancias de una entidad –en este caso los propios Gobiernos regionales– en la que recaía la responsabilidad de establecer los controles adecuados para asegurar su buen uso.
Las marcas de garantía no tienen nada que ver con el reglamento comunitario y ni siquiera estrictamente con la alimentación, ya que se pueden aplicar a cualquier producto, y tampoco producen una reserva de nombre cuando se utilizan denominaciones genéricas, pero tiene una eficacia comercial indudable. Comunidades como Navarra o Asturias optaron por utilizar esta vía y sendas marcas de garantía avalan desde hace años la Ternera de Navarra o la Carne de Asturias, algo que es visto como un agravio comparativo por los ganaderos cántabros, que optaron en su día por acogerse a una Indicación Geográfica Protegida, una elección que les introdujo en una senda plagada de dificultades.
El difícil camino de la IGP
Desde su creación en 1992, el sello de calidad Carne de Cantabria había vivido en un profundo letargo, desautorizado por las autoridades comunitarias y desprovisto de fondos por el propio Gobierno regional, que actuaba de manera claramente inconsecuente.
En 1996, superada la larga etapa de parálisis de los gobiernos de Hormaechea, la Mesa Regional Agraria se planteó la necesidad de reactivar el proceso y dotar a los ganaderos cántabros de un instrumento que les permitiese diferenciarse en el mercado. Ante los sindicatos agrarios y los responsables de la Consejería de Ganadería se abrían varias posibilidades, comenzando por los cauces establecidos en la reglamentación comunitaria: la denominación de origen o la indicación geográfica protegida.
Optar por una denominación de origen significaba limitar la cobertura de este distintivo a la única raza autóctona, la tudanca, con dos problemas muy evidentes: son vacas de bajo peso y, por tanto, de una aptitud cárnica muy relativa, y su censo es muy escaso (poco más de 8.000 ejemplares) en comparación con otras razas presentes en las explotaciones regionales, por lo que su incidencia económica resultaría poco relevante.
Se descartó también el camino seguido por las comunidades vecinas que habían optado por una simple marca de garantía. Quedaba, pues, la senda de la Indicación Geográfica Protegida (IGP) de la que ya existían precedentes en España, ya que ampara a las razas rubia gallega, avileña (de Avila) y morucha (Salamanca). La Indicación Geográfica se presentaba como la más idónea para crear en torno a ese sello un sector cárnico de suficiente relevancia económica.
Sin embargo, entre las IGP ya reconocidas y la que se pretendía impulsar en Cantabria existían diferencias muy significativas. Las de Galicia y Castilla León existían ya antes de que se publicara el reglamento comunitario, con lo que les bastó una simple comunicación para ser registradas. Además, en todos los casos se trataba de razas autóctonas, lo que allanó considerablemente el camino para su reconocimiento en Bruselas. De hecho, hay ahora en España otros dos proyectos de IGP para carne y en ambos casos se trata también de razas autóctonas: la vedella de Gerona y la Sierra de Guadarrama de Madrid.
La diferencia es que Cantabria intentaba amparar con su sello de origen razas universalmente difundidas, cuyo origen tampoco es autóctono, para poder rentabilizar la marca, y la UE no es nada proclive a aceptar como diferenciadoras unas circunstancias tan genéricas.
La Mesa Regional Agraria había solicitado el reconocimiento de la Indicación Geográfica Protegida para las tres razas cárnicas presentes en las explotaciones de Cantabria: la tudanca, la limosina (de origen francés) y la pardo-alpina (de procedencia suiza). Un Consejo Regulador provisional, en el que estaban representados los diversos gremios del sector (productores, mataderos y carniceros) comenzó la redacción del reglamento que debería ser remitido a Bruselas para su aprobación por las autoridades comunitarias.
Un proceso inacabable
Tal y como reconocen los técnicos de la Consejería de Agricultura responsables de su tramitación, en aquel momento no se valoraron suficientemente las dificultades que encerraba el camino elegido. Las exigencias contenidas en las normas comunitarias casaban mal con la pretensión de extender la cobertura de la IGP a razas que no fuesen autóctonas, por mucho que estuviesen adaptadas al medio. El propio Ministerio de Agricultura, que es quien debe defender en Bruselas la validez del reglamento que regulará la IGP Carne de Cantabria, ha mirado con lupa los sucesivos borradores que le ha remitido el Consejo Regulador y los ha devuelto minuciosamente corregidos.
El pasado mes de diciembre, con el texto por fin ultimado, los miembros del Consejo Regulador debían aprobar la petición para que Bruselas autorizase la creación de la IGP Carne de Cantabria, y fue en este acto cuando se produjeron las dimisiones de los ganaderos que presidían el Consejo, Miguel Angel Gutiérrez y Guillermo Ostiz, en protesta por la tardanza en tramitar un procedimiento que comenzó cuatro años atrás.
Desde la Consejería de Agricultura se justifica esta demora en la inexistencia de antecedentes que hubieran advertido sobre lo intrincado del proceso abierto por la Mesa Regional con aquel acuerdo. Confían sin embargo, en haber llegado al final del trayecto y que, a no tardar, Bruselas haga acuse de recibo del pliego de condiciones que se les ha remitido. Esto permitiría aplicar, de manera provisional, el distintivo de la IGP a los ganaderos que se acojan a esta denominación, siempre que Francia no ponga reparos a que la raza limosina tenga una Indicación Geográfica Protegida fuera de su propio territorio.
La demora, que tan perjudicial ha sido para el sector, podría tener algo de positivo, ya que la marca no ha quedado salpicada, como la gallega, por el escándalo de las vacas locas. Dentro de la profunda crisis de desconfianza que pesa sobre el vacuno, la aparición de un distintivo no contaminado puede ayudar a los productores de carne de Cantabria a encontrar una mejor acogida en el mercado. Mucho más si Cantabria continúa siendo unas de las pocas comunidades en las que no se ha detectado ganado enfermo de EEB.