Las anchoas no esperan

En dos meses han entrado en Santoña 7 millones de kilos, pero solo se han vendido a 1,4 euros. La mayoría no vale para las fábricas, dispuestas a pagar hasta cuatro veces más por el bocarte grande

Cada entrada de la flota inunda de vida los muelles de Santoña durante la costera de la anchoa. Es muy improbable encontrar otra actividad tan ajetreada y colorista como la que se ha dado algunos días de abril, con más de 60 barcos y casi 300.000 kilos de bocarte subastados. Todo ocurre muy rápido, desde el atraque de las embarcaciones y el paso por lonja a la salida de los camiones con el pescado. Armadores, fabricantes de anchoa, barcos de toda la costa norte y muchos tripulantes africanos… La escena parece propia de otro tiempo, pero la abundancia de bocarte no produce la riqueza esperada: los siete millones de kilos subastados en Santoña en marzo y abril se han pagado a 1,44 euros de media, porque la inmensa mayoría no valen para las conserveras.


Las grúas de los barcos se apresuran en sacar las cajas de bocartes de las bodegas apilándolas en el cantil para que una carretilla las meta rápidamente en lonja. Parte de la tripulación del barco colabora desde tierra mientras el patrón permanece en la cabina manipulando la grúa y otros dos marineros, a popa, evitan que la inercia de otros barcos que atracan dañe el casco del suyo. Toda la línea de muelles del puerto pesquero de Santoña está ocupada por una docena de embarcaciones entre las que apenas hay un palmo de distancia, pero no son las únicas. Abarloadas en segunda y tercera línea, otras esperan a que quede un hueco, y las que siguen entrando se ponen en espera. Cuando ven hueco libre, enfilan el cantil como si fueran a llevárselo por delante, pero un cambio de trayectoria en el último momento hace que el barco gire de popa y se acode con suavidad al muelle, encajando en un espacio en el que apenas sobra sitio para meter un pañuelo entre uno y otro.

A la algarabía formada por barcos, tripulaciones y carretillas en pleno proceso de descarga se suman los compradores, que echan una ojeada a lo que queda por descargar; marineros jubilados que añoran este ajetreo o que ganan unas decenas de euros para añadir a su escasa pensión por gestionar en tierra los acopios que necesita el barco; algunas viudas de marineros, para las que siempre hay unos pescados gratis, y turistas. El día espléndido colabora a que este mosaico tenga más trajín que nunca y más de 60 barcos entran con las bodegas llenas. A la vista de lo que se descarga, parece imposible pensar que haya tantos peces en el mar o en las angustias de la no tan lejana veda. Algunos traen 900 cajas de bocarte, en cada una de las cuales hay nueve o diez kilos.

Los barcos entran a descargar en el puerto de Santoña con toda familiaridad, aunque muchos son vascos, asturianos o gallegos. Debajo, dos imágenes del incesante movimiento en los muelles.

A pocos pasos, la lonja, y al otro lado, una docena de camiones refrigerados que van recibiendo las cajas de pescado recién adjudicado.

Es muy poco tiempo el que transcurre entre la llegada del barco y la salida del camión, pero eso no significa que esos cincuenta metros de distancia sucedan pocas cosas. En realidad, ahí está la razón de todo lo que ocurre. Es la lonja donde se decide el precio y el destino de todo el pescado que se descarga, pero sus secretos no son fáciles de desentrañar para el profano.

La caja que sirve de muestra de lo que trae cada barco entra a la sala de subastas a través de una cinta transportadora, con una nota a bolígrafo en la que apenas figura el nombre de la embarcación, los granos (número de peces por kilo), para que el comprador sepa los calibres, y el número de cajas desembarcadas. Quienes pretenden pujar bajan de sus escaños en las gradas de la sala para comprobarlo. No hablan entre sí, como si cualquier comentario le pudiera dar una pista al rival sobre su verdadero interés.

Cuando la ventera (subastadora), que está en una oficina acristalada enfrente de los pujadores, hace sonar la sirena tres veces quienes deambulan por la sala o por los muelles toman posiciones en cualquiera de los escaños con pulsador y comienza la subasta.

Compradores para el extranjero

A media tarde son muchas las embarcaciones que han pasado ya por la sala y las que quedan por pasar. Por eso, la mayoría de los puestos de comprador están vacíos, pero entre los ocupados se puede ver a una mujer musulmana, cubierta con el pañuelo característico, acompañada por un varón de raza negra. No son los únicos que compran para fábricas de anchoa del norte de Marruecos y Túnez, que cada vez tienen más importancia en este negocio, aunque la mayoría solo hacen trabajo de maquila para fabricantes españoles, que luego envasan y etiquetan la anchoa ya limpia.

Pese a las dos semanas de amarre voluntario de la flota, por la lonja de Santoña han pasado siete millones de kilos de bocarte en dos meses.

Hoy, como en las primeras semanas de esta costera, el pescado es pequeño, 35/40 peces por kilo, y eso significa que serán ellos y los compradores para fresco (mayoristas y pescaderos) los protagonistas. Los conserveros españoles no pueden trabajar esa anchoa con sus costes. En cambio, la mano de obra femenina es barata en el norte de África, así que este bocarte va para allá. Un mal negocio, porque buena parte de él volverá a nuestros supermercados y competirá con las marcas de Santoña a precios imbatibles. En esta jornada, lo están comprando a 1,80-1,90 euros el kilo. Pocas horas después, entran un par de barcos con bocarte de 24 granos. Ese sí que suscita el interés de los conserveros locales, que lo pagan a más de 6 euros. El pescado que necesitan nunca baja de los 3 euros y en ocasiones llegan a pagar hasta 7,50.

Esa diferencia abismal entre el bocarte pequeño y el grande permite entender mejor los distintos precios de las marcas anchoas, pero pone de relieve las enormes contradicciones de este negocio. Los pescadores traen miles de cajas de bocarte pequeño, capturado muy cerca de la costa, que no le sirve al conservero local y tienen que vender a precio de saldo (ha llegado a estar a menos de un euro en lonja al comienzo de la campaña) para fresco o para los fabricantes africanos.

Es una pesca cómoda, porque se consume poco gasoil, se realiza cerca de casa y entra en abundancia. Tanto que los peces parece que quisieran ser pescados, pero esas ventajas son traicioneras, porque conllevan desventajas muy superiores. La primera es el bajísimo precio, que apenas cubre los costes. La segunda es la posibilidad de que el cupo anual de anchoa de la flota se acabe consumiendo con este pescado que no vale para los conserveros y que, cuando entre el bocarte de buen tamaño y precio, los barcos no puedan salir a faenar, por haber agotado la cuota, lo que obligaría a los fabricantes a ir a comprar a Francia o a quedarse sin pescado que procesar.

A medida que el cardumen de bocarte avanza por el Cantábrico hacia el Golfo de Vizcaya, la flota de toda la fachada marítima se desplaza con él y procura descargar en los puertos más próximos, en lugar de volver a su base.

Tampoco cabe despreciar el hecho de que, al pescar bocarte pequeño, se pierde buena parte de la capacidad de reemplazo, y en la pasada década ya se vieron las catastróficas consecuencias que eso tiene, con una larguísima veda que duró cinco años para recuperar la especie. Pero nada debiera preocupar tanto a las autoridades como el hecho de que pescar de una forma alocada los peces pequeños solo sirve para engrandecer a los fabricantes africanos y convertirlos en una dura competencia. Puede que no tengan marcas propias de prestigio, pero ya fabrican las anchoas de marca blanca de varias cadenas españolas, que al final, anclan los precios de toda la especie, al convertirse en una referencia para los consumidores. El comprador que puede adquirir una de estas latas a un euro o poco más es posible que se plantee por qué pagar 3, 4 o incluso 8 por un octavillo elaborado en Cantabria si los peces son de la misma procedencia y el procesado no es muy distinto, por mucho que fabricantes y autoridades insistan en lo contrario.

La subasta

En los días fuertes de la costera, en el puerto no queda un metro de muelle libre y todo ocurre con mucha rapidez. De las bodegas del barco a la lonja y de ahí a los camiones en poco más de una hora.

La subasta es un rito, y a pesar de las muchas horas y los muchos días, nadie quiere faltar. Muchos dueños de fábricas están presentes. Se juegan mucho y prefieren tomar las decisiones ellos mismos. Por allí están el propietario de Pescados Ibáñez; los de Conservas Revuelta; Juan Fernández, de Conservas 5Ñ, e incluso Fernando Barandica, toda una institución que a sus muchos años no renuncia a esta ceremonia pesquera y se mueve por los muelles a bordo de una carretilla motorizada.

Todos llevan en el teléfono una aplicación que les permite geolocalizar los barcos en alta mar y saber los que van a llegar con pescado y a qué hora. Ya no hay que estar pendiente de las sirenas de la Cofradía, que anunciaban a todo el pueblo la arribada de cada barco, pero, incluso con esta ayuda tecnológica, hasta que no empiezan a desembarcar las cajas no es posible saber cuánto bocarte va a llegar y de qué tamaño.

Algunos días de esta costera se han subastado en Santoña más de 30.000 cajas y habría que estar en a lonja desde la apertura a primera hora de la mañana hasta la noche para saber cuál era el mejor precio. Otra cosa es acertar a comprar en ese momento. Puede parecer baladí, pero entre adquirir el bocarte a 2 euros (el precio de ese día a las 5.00 de la tarde) o hacerlo a 1,40, que se vendió a última hora, un fabricante puede haber pagado 12.000 euros de más, y el secreto de su negocio está en comprar bien.

Pasarse el día en la lonja tampoco es una garantía. Como en el juego de las siete y media, nunca es posible saber con certeza si es mejor pedir o plantarse. Si la tendencia es bajista, quizá haya algún chollo a última hora. Si es alcista y no habías comprado al principio, puede que vuelvas a la fábrica con las manos vacías, algo que resulta frustrante cuando uno ha visto desfilar por delante miles de cajas de pescado.

Lo pescadores hacen el recuento de la pesca desembarcada, cuyos rendimientos se repartirán entre el armador, el patrón y la tripulación de acuerdo a un viejo sistema, denominado a la parte. El armador, que pone el barco y asume todos los gastos, recibe la mitad. La otra mitad se reparte entre la tripulación embarcada y una persona de apoyo en tierra, aunque no a partes iguales, sino en función de las responsabilidades.

Por eso, pulsar el botón que detiene la puja produce sudores fríos. En una subasta a la baja, como la que practican las lonjas, no da tiempo a pensar y, si no se actúa con rapidez, puede que sea otro el que se lo lleve. Pero esa rapidez para evitar que te lo quiten puede provocar errores muy caros.

Recuento público

Todos vuelven la vista hacia el comprador, que se baja de la grada y acude con un representante del barco a pesar los peces en una balanza que está en la sala contigua. Para ellos no tiene mucho secreto moverse por una superficie enormemente resbaladiza por el hielo que se desborda de las cajas y con una nube de carretillas moviendo las cajas a toda velocidad.

Los compradores analizan las cajas antes de subirse a los escaños de la lonja para pujar. Una vez que aprietan el botón que detiene la subasta, ya no hay vuelta atrás. Nunca es fácil saber si más tarde habrá mejores precios, si conviene aprovisionarse ya o esperar a que avance la costera.

El recuento es ceremonioso y extraño. Se pesa un kilo de pescado de la caja que ha servido de muestra y se van retirando uno a uno. Así se establece si el número de peces por kilo es el realmente el anunciado (36) o no. Si no coincide, el comprador tiene el derecho a renunciar a la caja y, en ese caso, el barco tendría que volver a subastar su pescado, perdiendo un tiempo precioso. Cuanto más tiempo pasa hay menos compradores y la embarcación permanece en tierra lo justo para descargar y acopiar hielo y combustible, antes de volver a salir a la mar. Aquí no hay descansos, salvo los estipulados a bordo, ni nadie aprovecha para ir a tomarse una cerveza. La mayoría de las tripulaciones viven la costera prácticamente a bordo, una marinería que desde hace muchos años, está cuajada de africanos.

La lonja solo se cierra con la noche avanzada. En Galicia las hay que subastan las 24 horas, algo que reclaman algunos armadores pero viendo los  muelles llenos de barcos cántabros, gallegos, asturianos y vascos, no parece que estén muy disconformes con el funcionamiento.

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