El desánimo vende
Una de las muchas encuestas periódicas que se hacen en la Unión Europea pide que los ciudadanos ordenen los países del club de mejor a peor. Es curioso que casi en todos, Alemania aparezca como el mejor y, a continuación, el suyo. Pero hay una excepción, la de los españoles, que sistemáticamente nos valoramos en los últimos puestos. Más curioso aún es que los de afuera nos coloquen mucho más arriba que nosotros mismos, un caso que no es habitual.
Con semejante espíritu derrotista, habría que preguntarse qué titulares hubiesen aparecido en los periódicos españoles, y durante cuántos meses, de haberse celebrado aquí la final de la Champions y a la hora fijada el partido no hubiese podido iniciarse, porque la policía era incapaz de controlar los accesos y las entradas falsas. Y no digamos de haber sido los españoles, y no la UEFA, los que en el sorteo de octavos de la Champions meten una bola errónea y se monta tal desconcierto que hay que repetirlo. Dos casos recientes y muy reales.
Nadie ha puesto en duda la democracia inglesa, por más que 42 miembros de la Cámara tengan problemas con la justicia por asuntos sexuales (que alcanzan incluso a la familia real) ni por el hecho de que en Downing Street ya no se sabe si gobierna Johnson o Benny Hill, a la vista de los saraos que se organizaban durante el confinamiento y de los casos de carácter lúbrico de sus huestes.
Otros países tienen problemas tan graves o más, pero en ninguno vende tanto el desánimo como en este, que pasa por ser alegre y festivo
Tampoco sería entendible en España que un político como Johnson haya podido continuar gobernando hasta ahora, después de que el 40% de sus propios diputados quisieran echarle.
Incluso Italia está sobreviviendo con entereza a los juicios en los que las modelos que Berlusconi invitaba a su villa para las fiestas sexuales del bunga-bunga (algunas de ellas menores) están confesando las cantidades que les pagaba el entonces primer ministro por sellar su boca.
La relación podía ser infinita porque todos los países están afectados por los escándalos en mayor o menor medida y, aunque parezcan más de los que ha habido en otros momentos históricos, lo probable es que sean menos, porque el control social es muy superior al de cualquier otra época. Si afloran más es precisamente por los muchos medios que ahora existen para documentar un delito, un desvarío o un desliz. Hace dos siglos, cualquier político podía pasar desapercibido por la calle porque casi nadie hubiese podido identificarlo. Hoy, no solo es reconocido al instante sino que a cualquiera le basta con sacar su teléfono del bolsillo para registrar cuanto haga y volcarlo en las redes sociales.
Ese control extremo hace muy compleja la vida de cualquier figura pública, y ha propiciado el lenguaje políticamente correcto o la vaciedad de los contenidos de cuanto sale por la boca de políticos, empresarios y deportistas. A esto se añade la sorprendente pérdida de valor de la intimidad, y su mercadeo sin que escandalice a nadie. Solo en los últimos meses han aparecido reproducidas en la prensa conversaciones privadas del presidente del Real Madrid; del máximo responsable de la Liga con Piqué; de Villarejo con Cospedal; de varios banqueros… incluso los whatsapp que el presidente de la Liga enviaba al presidente del Gobierno.
Si a esto se une la necesidad de los nuevos medios de comunicación de conseguir que los lectores pinchen sus informaciones, con titulares escandalosos para asuntos banales o retorciendo la noticia hasta convertirla en lo que no es, podemos entender esa exagerada dramatización de la vida diaria. Lo que no es tan fácil de comprender es por qué en España calan más esos mensajes derrotistas que en otros lugares y por qué vende más el desánimo que las buenas noticias. Puede que otros estén vacunados por su larga tradición de periódicos amarillos, o quizá sea consecuencia de los cuatro siglos largos de crisis tras crisis que acumula nuestro país, hasta crear una sombra de pesadumbre tan profunda que ha calado en el ADN patrio. Algo llamativo en una nación que pasa por ser la más alegre y festiva a los ojos de los demás.
Como en Italia, el país de las crisis políticas permanentes, esa reciedumbre en el fracaso económico nos coloca permanentemente al borde del abismo, afortunadamente sin dar el paso al frente que tanto les gusta ensayar a los argentinos. Cuando pensábamos que habíamos dejado atrás el durísimo revolcón de 2008 y los años siguientes, llegó la pandemia y cuando parecía que volvíamos a la normalidad, nos encontramos con la guerra de Ucrania dejándonos de nuevo sin respiración a la espera de otra catástrofe.
Lo sorprendente es que a nosotros Ucrania nos queda más lejos que a todos los demás europeos; que muchos nórdicos ricos han decidido trasladar sus depósitos a España precisamente por esa seguridad que da la lejanía del conflicto, y que no tenemos el gravísimo problema del gas que tiene Alemania, prácticamente sin alternativas de suministro. Nosotros dependemos menos del gas y tenemos varias alternativas para conseguirlo. De habernos encontrado en la compleja encrucijada de Alemania, cabe suponer que asistiríamos a un suicidio colectivo, así que quizá estemos llevando todos los asuntos que nos afectan demasiado lejos, vista la relativa tranquilidad con que se lo toman los alemanes.