El dolor de muelas de la energía
Las fastuosas iluminaciones navideñas ponen en evidencia las contradicciones en que vivimos. Después de muchos meses lamentaciones sobre las subidas de la factura eléctrica, sobre el durísimo invierno que se avecinaba y el abismo de la pobreza energética, nos encontramos con que quienes nos invitaban a la flagelación y al desespero nos llenan ahora las luces. Y para tapar la incongruencia tratan de convencernos de que gastan muy poco. Algo parecido a lo ocurrido en el Mundial de Catar, donde han sido los países más pobres los que han llevado más animadores a las gradas.
Las escandaleras diarias que vivimos devienen precisamente en estas contradicciones de libro. Se hace lo mismo que se critica, porque lo único que importa es quién lo hace y no el qué. Dejándonos llevar por esa doble interpretación, puede que lo que está ocurriendo con la energía sea una suerte y no una desgracia. La estrategia de Putin sometiéndonos con el gas, como hizo la OPEP con el petróleo en los años 70, nos ha hecho conscientes de nuestras debilidades estratégicas en el campo de la energía, tan vital como el de la alimentación. Ya sabíamos que nunca tendremos petróleo y poco se puede hacer en ese terreno, pero tenemos sol y viento, sin depender de nadie y a un precio cada vez más competitivo. Ha habido días de noviembre en que las energías renovables han cubierto el 54% del consumo nacional de electricidad y tenemos que aspirar a que se conviertan en la fuente principal a diario, a sabiendas de que nunca podremos prescindir del gas o del petróleo porque las renovables no garantizan un suministro constante.
España, que fue una adelantada en estas energías hace algo más de una década, renunció con Rajoy a ese liderazgo al cerrar el grifo de las subvenciones, un error de bulto dado que al mismo tiempo se estaba consolidando un sector industrial vital. Por primera vez desde la construcción naval de los siglos XVI-XVIII podíamos presumir de estar en la vanguardia de al menos un sector tecnológico y de exportar esta innovación a países como EE UU.
Esa oportunidad se perdió por falta de visión, pero no es la única. Con los precios actuales de la energía, parece evidente que deberían exprimirse al máximo los recursos renovables de sol y viento que ofrece el país, la única forma de evitar compras de gas y petróleo y de reducir sensiblemente las emisiones de CO2. Una idea en la que estamos todos de acuerdo pero que cuesta enormemente llevar a la práctica en Cantabria, y no solo por la oposición de los ecologistas, como se está viendo. Tanto que quizá sea necesario un planteamiento diferente.
El viento y el sol, como los minerales, son recursos naturales y, por tanto, de nadie, pero mientras que en EE UU quien encuentra petróleo bajo sus terrenos puede dar saltos de alegría, en España tratará de ocultarlo, porque el subsuelo no es de su propiedad y solo le causará problemas, incluso ser expropiado. Si las prospecciones de zinc que se están haciendo tienen éxito y acaban por dar lugar a una nueva explotación minera, ni los propietarios de las fincas ni la región ni el Estado recibirán nada por ello, según la vetusta Ley de Minas. Tendremos que conformarnos con el empleo que se pueda generar en la zona. Una apropiación más propia del siglo XIX o de los países subdesarrollados, acostumbrados a que las multinacionales se quedasen con sus recursos, que del siglo XXI. Y no vale la excusa de que las empresas han tenido que invertir y asumir riesgos. También invierte un promotor que compra una parcela para construir sin saber si venderá los pisos. Tanto se trate de minería como del ya imposible –legalmente– fracking o del aprovechamiento del aire o el sol, lo exigible en una sociedad moderna es que una parte de los rendimientos, aunque sea modesta, se quede en el lugar a través de unos cánones y se comparta con los propietarios del suelo, lo que ahorraría muchos problemas.
Con el nuevo impuesto a las empresas energéticas, el País Vasco y Navarra han pedido algo que deberíamos reclamar todos, que se comparta la recaudación con los lugares donde se produce esa energía. Ese reparto directo facilitaría la gestión de los proyectos en los territorios y la población sería más consciente de los retornos que puede suponer tener una instalación, porque participaría del negocio, una sensación que no tiene con las modestas tasas municipales actuales.
Si no se encuentra una solución de este tipo, instalar un parque eólico en el territorio cántabro va a seguir siendo peor que un dolor de muelas tanto para las empresas como para las propias autoridades. No hay más que ver los años que llevamos anunciándolas y el resultado conseguido.
Alberto Ibáñez