Los trenes y otras chapuzas técnicas
España es un país muy difícil de entender. Lo dijo Amadeo de Saboya cuando dimitió como rey y, siglo y medio después, se constata día a día. Hay muchos que opinan que el Gobierno ha llevado a España a la ruina más absoluta pero hacen horas de cola para comprar letras del tesoro, lo cual resulta una flagrante contradicción. He convivido con familiares que jugaban a la lotería todas las semanas, a pesar de estar convencidos de que el sorteo está amañado y, hace unos meses, The Economist hacía chanzas sobre las quejas de los españoles sobre lo mal que va la economía mientras abarrotan los restaurantes.
Cómo no suponer que nos sobra el dinero cuando tenemos más de cien tanques Leopard cubiertos de polvo, tras ser declarados inservibles hace diez años, por los que Ucrania suspira, porque son mucho más avanzados que sus T72 de la época soviética. Y hemos enviado a la chatarra el ´Príncipe de Asturias’ con apenas 25 años cuando EE UU tiene portaviones en activo con 52 años a cuestas.
Los políticos no van a medir los túneles y no se les puede achacar esa responsabilidad. Sí la de haber ocultado el error
Vivir con naturalidad en estas contradicciones quizá producto de ese error de apreciación que detectan todas las encuestas al valorar lo propio (a mi no me va mal) y lo colectivo (todo está muy mal). Es evidente que lo que nos pasa como país tiene que ser coherente con el sumatorio de lo que nos ocurre individualmente, pero esas piezas nunca encajan, porque tenemos una información fiable de nuestra situación personal y, en cambio, nos dejamos llevar por las impresiones o por la ideología al valorar lo colectivo. Otro sesgo es el que hace suponer que todo lo que ocurre es culpa de los demás y, si es en el ámbito público, de los políticos. Es mucho más sencillo imputárselo a aquellos a quienes ponemos cara que averiguar qué anónimos técnicos metieron la pata, porque además son colectivos con los que nos identificamos o de los que podemos formar parte.
Sin embargo, no siempre vale evacuar las responsabilidades hacia arriba, porque solo un técnico pudo convencer al ministro de turno de que el yacimiento Castor podía ser el gran almacén español de gas, lo que nos obligó a tirar a la basura 1.350 millones de euros de dinero público cuando Florentino Pérez reclamó ser indemnizado por el fiasco del proyecto. Tampoco podía saber Álvarez Cascos, cuando presentó la variante del AVE de Pajares, lo lejos que se irían las cifras de los 1.080 millones de coste que anunció y la ejecución del previsto 2009. La obra supera ya los 4.000 millones gastados y, catorce años después del plazo de finalización, aún no haya entrado en servicio.
Más cerca tenemos los insólitos problemas del saneamiento de las Marismas de Santoña, con tramos que llevan década y media construidos pero no pueden utilizarse porque no están completados los anteriores con los que deben conectar y donde una carísima máquina tuneladora ha quedado enterrada en la lengua de agua que separa Santoña y el Puntal de Laredo, al horadar el túnel subfluvial del que nunca podrá ser recuperada, como tampoco podrá ser utilizada la parte ejecutada antes de quedar atrapada.
El catálogo de errores técnicos daría para muchas páginas y resulta excesivo achacárselos a los políticos o, incluso, a los cargos de las compañías públicas porque ninguno de ellos hace los sondeos del subsuelo ni va con un metro a medir el gálibo de los túneles para saber si caben los trenes, ni presentan ofertas con precios que no pueden cumplir y dejan tirada la obra, como ocurrió con el Muelle 9 de Raos.
Ahora bien, cuando el político es conocedor de que existe ese error tiene que ser diligente en depurar responsabilidades y corregirlo, y no en ocultarlo. Ahí es donde se le puede criticar con dureza. Hace más de un año que los responsables de Renfe y Adif conocían la metedura de pata en el proyecto de los trenes de vía estrecha para Cantabria y Asturias y apenas habían hecho otra cosa que mover papeles. Ha bastado que ese ridículo haya sido divulgado por los medios de comunicación para que se hayan puesto las pilas.
Los trenes no se habían construido pero se ha perdido tiempo y credibilidad, aunque no somos el único país en el que ocurren estas cosas. Francia construyó trenes regionales que no entraban en los andenes de muchas estaciones y tuvo que reformar nada menos que 1.200, y en la supereficiente Alemania, el aeropuerto de Berlín se demoró ocho años más de lo previsto y triplicó el coste. Incluso EE UU da motivos para dudar de su modernidad. En las últimas elecciones de mitad de legislatura ha tardado diez días en poder ofrecer los resultados.
La propia Berlín tendrá que repetir las elecciones al Bundestag celebradas hace un año, porque una maratón impidió la llegada al algunos centros de votación de los camiones con las papeletas electorales y de parte de los electores.
Por asuntos de mucha menor enjundia, nosotros nos fustigamos considerándonos un país tercermundista, aunque seamos capaces de saber los resultados electorales a los tres horas de cerrados los colegios de votación. Por cierto, nadie dimitió en EE UU ni en Berlín por esas chapuzas electorales.