Editorial
El periodista está obligado a inventar preguntas nuevas y a conseguir respuestas distintas, porque todo lo que se repite no es noticia. Pero no es sencillo esquivar las rutinas. Y una de las respuestas más persistentes es la falta de formación de los trabajadores. Las empresas, al parecer, estarían dispuestas a contratar más si encontrasen una mano de obra más cualificada o más adaptada a sus necesidades.
Después de uno, dos, cinco, diez años escuchando la misma respuesta, el asunto da que pensar, porque un trabajador cualificado no se improvisa, pero sí puede conseguirse, de sobra, en ese plazo. En una década hemos formado batallones de informáticos, divisiones enteras de técnicos superiores y supongo que miles de soldadores, encofradores, cocineros, camareros… ¿Dónde están?
La realidad es que en estos años hemos gastado cantidades ingentes en formación profesional tanto reglada como no reglada, de activos y de pasivos. Los fondos nacionales y los europeos han creado una multiplicación de centros espectacular y sindicatos, patronales, academias privadas, colegios profesionales, organismos públicos y empresas se han lanzado a la enseñanza con la misma vehemencia con que los regeneracionistas querían redimir al país de la sequía cultural y meteorológica en el siglo XIX.
¿Cómo es posible que con tanto esfuerzo sean tan escasos los resultados? ¿Tan refractarios a las enseñanzas laborales somos los cántabros? Sea cual sea la explicación, es hora sobrada de rectificar. Hay que hacer todo lo posible para que los jóvenes tengan un empleo de futuro y para conseguir reciclar a los parados, pero la solución no es convertirles en cursillistas permanentes, coleccionistas de títulos inútiles que sólo sirven para entretenerles y borrarles temporalmente de las listas de desempleados.
La detención del presidente del sindicato cántabro Asaja por sus actividades particulares en el campo de la enseñanza profesional, han puesto de relieve las posibilidades de descontrol que existe en esta materia, como ya lo evidenció, un par de años atrás, la sorprendente afición de los militantes del partido catalán Unió Democrática a esta misma actividad, al fundar más de un centenar de academias para dar una formación que, casualmente, dependía de un conseller de su partido. Que alguien haya podido recibir subvenciones para cursos de ganaderos por importe superior a los 400 millones de pesetas y que esos cursos nunca se hayan impartido, raya en lo disparatado. La responsabilidad no es sólo de quien estafa, sino también de quien se deja estafar, porque no es posible pensar que se entrega el dinero público con tanta liberalidad, sin comprobar, al menos, que los cursos se imparten, que los ganaderos reciben una formación rigurosa y que de todo ello se deriva una mejora profesional que justifique la inversión que hacemos en ellos.
La formación no puede ser una excusa para financiar a los amigos o para contentar a los sindicatos y a las patronales con el fin de desactivar su capacidad de respuesta ante la Administración. El dinero público no es para regalarlo, ni siquiera el que llega de Europa. Aunque a la vista de la alegría con que se emplea, da la sensación de que no sea de nadie, gran parte de ese dinero sale de nuestros bolsillos y en cuanto se amplíe el número de socios de la Unión Europea será más lo que vaya a Bruselas de lo que vuelva. Por eso es intolerable que el mayor valor de nuestra política regional sea, al día de hoy, gastar el presupuesto. La eficacia no está en agotar las partidas sino en emplearlas adecuadamente. Hemos sido demasiado laxos al confundir gasto con eficiencia, sobre todo en educación y en investigación. Algún día hablaremos de las docenas de investigaciones universitarias sufragadas con cantidades muy importantes de dinero público, para darnos cuenta de que hemos creado una enorme bola de gasto de la que sólo hemos obtenido una pequeña canica de resultados prácticos. A estas alturas, ya es hora de exigir un balance, sin falsos complejos. Ni más ni menos de lo que hacen en otros países o de lo que en su día se plasmó en el Plan de Empleo del primer Gobierno de Martínez Sieso y que a buen seguro sigue guardado en algún cajón. Dinero sí, pero con un control exhaustivo y con resultados contrastables.