LA CRISIS CAMBIA DE PUERTA
Por Alberto Ibáñez
Entre el 28 de mayo y el 23 de julio hay tiempo suficiente para que en España pueda pasar de todo. El 29 de mayo por la mañana, tras la crisis de los resultados municipales, los barones del PSOE afilaban los cuchillos a las puertas de Ferraz para cobrarle a Pedro Sánchez todas las facturas pendientes, pero éste desmontó la operación convocando las elecciones; solo 55 días después los cuchillos han pasado a estar a la puerta Génova. También ha cambiado el destinatario, de Sánchez a Feijoo.
Un país que vive una realidad tan volátil es, evidentemente, un país muy complejo. Por tanto, suponer que lo que se piensa en Madrid es lo que se piensa en toda España es demasiado simplista. Quizá tengan la oportunidad de comprobarlo quienes la noche del 23 coreaban el nombre de Ayuso mientras Feijoo intentaba leer a duras penas un discurso de última hora, porque nadie en el PP había preparado ese escenario, a pesar de no ser tan improbable.
Resulta fácil hablar una vez transcurridos los acontecimientos, pero hay hechos que, por mucho que se repitan, nadie parece ver en el ámbito del PP y Vox. El primero es que es imposible gobernar el país sin tener apenas representantes en Cataluña y el País Vasco, dos territorios que aportan muchos diputados a la Cámara. Feijoo, que viene de Galicia, es perfectamente consciente de ello pero la camarilla del partido en Madrid, y especialmente los medios de comunicación que apoyan (y al tiempo atenazan) al líder conservador, le impiden actuar en esos territorios con la misma naturalidad con que él manejaba la idiosincrasia de Galicia, una comunidad que el PP sí sabe entender.
Los mensajes antinacionalistas son muy bien acogidos por los votantes conservadores del resto del país, y no se puede negar que le dan votos a la derecha, pero no los suficientes como para compensar los que pierde en estas comunidades. Tampoco el sacar a colación el terrorismo con más intensidad ahora que cuando ETA mataba. Es curioso que ese mensaje tenga más eficacia cuanto más alejados viven los votantes del País Vasco y que provoque rechazo allí donde se producían la inmensa mayoría de los atentados. Y resulta extraño que entre los dirigentes conservadores nadie se pregunte por qué.
Que el votante no entre en estas sutilezas no debe extrañar, pero llama la atención que no las tengan en cuenta los politólogos de Génova o tantos editorialistas y analistas políticos que se ganan el pan escribiendo 300 columnas al año en las que repiten lo mismo cada día, con la misma atribución de papeles bueno-malo se trate del asunto que se trate.
El segundo factor que ha deparado esta incapacidad de la derecha para cumplir sus expectativas tiene puntos de contacto con el primero. Se trata del durísimo hostigamiento al que ha sometido a Pedro Sánchez desde que llegó al poder hace cinco años, y no solo desde que se valió de la abstención de Bildu para continuar ejerciéndolo, lo que recuerda mucho al que una coalición de medios –lo reconoció Anson– pactó en 1993 para echar a Felipe González a cualquier precio.
La estrategia de odio contra Pedro Sánchez le ha funcionado muy bien a los partidos conservadores, porque ha calado en buena parte de la sociedad española, pero la inmensa mayoría de quienes creían que se ha convertido una opinión universal, acaban de comprobar desconcertados que su alcance es limitado. No basta con que los periódicos, las televisiones o las redes más próximos a Génova se lancen a una competición por ver quién llega más lejos en esa pulsión antisanchista, porque lo que sirven para encolerizar a media españa es absolutamente inútil para convencer a la otra media. Peor aún, esa estrategia desmesurada, excesiva y faltona lo que ha conseguido es movilizar al adversario hasta provocar el efecto contrario, que Sánchez recuperase apoyos con los que ya no contaba.
Si el staff conservador hubiese sabido leer de una forma un poco más mesurada la complejidad del país, hubiese comprobado que ese antisanchismo y ese antinacionalismo exacerbado no le permitía extender su perímetro de voto y, además, le dejaba sin aliados con los que pactar para conseguir una mayoría de investidura.
Quienes sigan pensando que aún se puede dar una vuelta de tuerca en esa estrategia de la presión si hay nuevas elecciones, deberían pararse a pensar cómo las cañas se han vuelto lanzas en manos del escurridizo Sánchez, que en una horas fue capaz de deshacerse de una purga interna en el PSOE que le hubiese llevado por delante y de una catarata de titulares sobre su derrota en las municipales.
La convocatoria de elecciones inmediatas, que no esperaban ni siquiera los que venían exigiéndole que las adelantara, era muy arriesgada, pero ha cambiado todos los papeles. Ahora, la crisis de Sánchez se ha convertido en la crisis de Feijoo, y poco parece importar que tanto en mayo como en julio haya ganado las elecciones. Quizá hoy esté pensando que nunca debió abandonar Galicia. Quizá su partido piense que con Ayuso hubiese arrasado. Quizá estén convencidos, también, de que basta con enarbolar su eslógan ‘socialismo o libertad’ para que todo el país se rinda ensimismado. Pues no. Y cuanto más tarden en entenderlo, más tardará el PP en gobernar.