¡No es la economía, idiota!
A Miguel Ángel Revilla le ha servido de muy poco que la economía de la región vaya bien. De hecho, en toda la campaña electoral no se habló de economía, un asunto que suele ser monotemático en otras ocasiones. Dos meses después, se repite la misma circunstancia en las elecciones nacionales y es que, tanto en unas como en otras, el discurso se ha centrado en el ‘sanchismo’ y en Bildu (ahora un poco menos). ¿Computa entonces la economía en unas elecciones, o no?
Desde que Bill Clinton supuestamente pronunciase la manida frase ‘es la economía, estúpido’ (en realidad, estaba escrita en la puerta de uno de sus colaboradores), se ha utilizado hasta la saciedad, pero no por eso ha de ser cierta. De hecho, la economía solo parece importante cuando las cosas van mal. Si van bien, la oposición busca otro hueso que roer, a sabiendas de que ese no le va a proporcionar votos. Pero tampoco se los da al Gobierno presumir de esos datos.
Es cierto que se producen dos circunstancias distintas en función del color del Ejecutivo. A la derecha su electorado le pide que gobierne bien, y da por hecho que sabe hacerlo mejor que la izquierda. A la izquierda, el suyo le pide que, además, cambie el mundo, so pena de retirarle su apoyo “por haberse vuelto conservador”. Satisfacer esta doble demanda implica el riesgo evidente de tomar medidas polémicas para muchos sectores sociales. Mejorar la economía no molesta a nadie, cambiar el país, sí.
A la derecha, su electorado le pide que gobierne bien y a la izquierda que, además, cambie el mundo
Sánchez, presionado por su socio de gobierno, Unidas Podemos, ha pretendido transformar en cuatro años todo lo transformable, lo que en teoría debería darle un buen rédito entre su base electoral más ideologizada (si, además, mejora la situación económica) pero esa ecuación que dice que cuanto más se escore el Gobierno a la izquierda, más entusiasmo despierta en ese electorado, no es una ciencia exacta, ni mucho menos. Si lo fuese, Unidas Podemos tendría ahora un respaldo muy superior al alcanzado cuando entró en el Gobierno y ya hemos visto que ha ocurrido todo lo contrario: sus votantes le han abandonado y, por supuesto, no ha encontrado electores nuevos en otros territorios.
Esta realidad tan incontestable no es aceptada, sin embargo, por el electorado de izquierda, que se descuelga del proyecto porque su partido no ha llegado aún más lejos o porque alguno de sus candidatos no le satisfacen del todo, aunque esté en alguna posición de la lista que jamás tendría posibilidad de conseguir un escaño o una concejalía. Un castigo que en realidad es una manifestación de hastío: se trata de una izquierda que está mucho más cómoda en la oposición que en el gobierno, donde es inevitable lidiar con problemas concretos y adoptar posiciones realistas, renunciando en muchas ocasiones a la ideología. Por tanto, este elector se siente mucho más reconfortado pensando que si los suyos estuviesen en el Gobierno el país sería más justo y sobraría dinero para todo, que cuando realmente gobiernan los suyos y se topan con las limitaciones que impone la realidad.
Este activismo de sofá no tiene en cuenta, por tanto, la evolución económica, porque no está entre sus prioridades. Sin embargo, es este elector el que suele decidir quien gobierna en España, porque representa entre dos y tres millones de votos que, si acuden a las urnas dan el poder a la izquierda pero si se quedan en casa, por ese fastidio, dejan el camino libre a la derecha. Esta capacidad de inclinar la balanza a uno u otro lado es consecuencia de que España el electorado está partido ideológicamente casi por mitades.
En estas elecciones, como ya ocurrió en mayo, influirá mucho más la ideología que la economía
El fenómeno es bien conocido e incluso utilizado por los rivales, hasta el punto que en ocasiones, partidos conservadores han fomentado operaciones de falsa bandera, financiando campañas en favor del voto en blanco, sabedores de que entre los ciudadanos críticos con los partidos son mayoría los votantes de izquierda y están predispuestos al voto en blanco cuando perciben que esa opción de castigo es un sentimiento colectivo; supones que ese voto en blanco hará mella en los partidos (nunca la hace, como es evidente). Esta estrategia subrepticia (el que lo vota desconoce quién está detrás de la campaña) va dirigida a un número de votos muy limitado pero suficiente como para llegar a cambiar el resultado de unas elecciones, como también resulta muy eficaz fomentar la existencia de partidos con denominaciones de izquierda o ultraizquierda que nadie sabe lo que representan pero que reciben unos votos valiosos de quienes creen que las izquierdas tradicionales se han moderado demasiado. El resultado de las últimas elecciones cántabras es muy revelador sobre el efecto que pueden llegar a tener estas estrategias de división del voto: si la coalición IU-Podemos hubiese obtenido 3.000 sufragios más (apenas un punto) habría sobrepasado la barrera del 5%, y tendría dos escaños en el Parlamento, restándoselos al PP. El resultado es que hoy seguiría gobernando la coalición PRC-PSOE, con apoyo directo o indirecto de IU-Podemos, como ya ocurrió en 2015.
La economía, por tanto, no aporta un plus electoral decisivo para los partidos de izquierda pero sí para los de derecha. Aunque Sánchez presumiese de haber controlado la inflación mejor que el resto de los países de la Unión Europea, al situarla por debajo del 2%, cuando hace poco más de un año rozaba el 10%, eso no le congraciará con el electorado conservador, como tampoco lo hará ofrecer las mejores previsiones de crecimiento o una cifra de empleo histórica. Esos valores no computan entre los suyos y no son reconocidos por los ajenos por la polarización ideológica que vive el país desde que llegó al poder a través de una moción de censura, que muchos consideraron una usurpación. Un ejemplo de esta dualidad que tiene una parte del electorado conservador sobre la economía está en las letras del Tesoro: miles de familias que van a votar contra Sánchez porque, en su opinión, lleva al país a la ruina han comprado deuda pública en los últimos meses, lo que no harían si de verdad pensasen que el Estado no va a poder devolverles el dinero (y jugar a la hipótesis de que Sánchez no a va seguir siempre es arriesgado).
Para unos, lo más importante es que Vox no entre en los gobiernos; para los otros, el único objetivo es ‘acabar con el sanchismo’, que en realidad podría traducirse en ‘acabar con Sánchez’, porque cada vez es más evidente que Feijoo no tiene interés en modificar muchas de las medidas adoptadas en estos últimos años. Su partido comulga ahora con la reforma del aborto que había recurrido ante el Tribunal Constitucional, no se pronuncia sobre Ley de Eutanasia, no se atreverá a quitar las muchas subvenciones con las que Sánchez ha regado el país (porque quitar está peor visto que poner) y acaba de declarar que la reforma laboral ‘es buena’, cuando hizo toda una estrategia para tumbarla en el Parlamento, con la ayuda de tránsfugas, un episodio chusco que pasará a la historia de España por el fiasco de la maniobra al equivocarse un diputado del PP en la votación.
Gobierne quien gobierne a partir del día 23, la situación del país va a ser francamente mejor de la que cabía esperar. El verano, que ya invita de por sí a olvidar los problemas, va a aportar un nuevo récord turístico, superando incluso las cifras previas a la pandemia; la deuda pública ha subido 14 puntos desde antes de la pandemia, pero subió más de 50 entre 2010 y 2015, y el clima general empresas es optimista, como se desprende de las encuestas en las que se pide su opinión sobre las perspectivas inmediatas.
A pesar de la incertidumbre macroeconómica global, España sigue siendo un destino deseado para las multinacionales extranjeras. Volkswagen ha ratificado la construcción de su fábrica de baterías en la Comunidad Valenciana y Tesla también plantea hacer allí una fábrica de coches eléctricos en la que invertirá 4.600 millones, dos proyectos que pueden empujar a aquella comunidad al estrellato (basta ver lo que ocurrió tras la llegada de Ford) lo que, sin embargo, no le ha servido a Ximo Puig para la reelección. Queda la duda, no obstante, de si tras desvelarse el proyecto de Tesla –para enfado de la compañía– Musk lo mantendrá.
En realidad, hay un reguero grandes inversiones por todo el país. Maerks ha comprometido 10.000 millones en una planta de combustibles verdes y la estadounidense Broadcom ya ha anunciado su decisión de hacer una fábrica de chips en Barcelona, con una inversión de 920 millones. Los proyectos confirmados en el país que superan los 100 millones de euros suman y13.600 millones, sin incluir los desembolsos que puedan hacer los fondos de inversión. En esta larga lista están nombres como Astrazaneca o BP (que empleará 2.000 millones en transformar su refinería de Castellón en un centro de hidrógeno verde), IBM, Panattoni o EDP (que destinará 490 millones a la producción de hidrógeno en Cádiz y Asturias); los mil millones que Hydnum Steel va a emplear para producir acero verde en Puertollano, o los 100 que Switch Mobility dedicará a la construcción de una fábrica de autobuses en Valladolid.
En estos grandes proyectos hay dos circunstancias evidentes: que la mayoría están vinculados a las nuevas energías sostenibles y al coche eléctrico y que las multinacionales apuestan por la mitad Este del país, mientras que la Oeste –en la que vivimos– les resulta menos atractiva. En parte, puede justificarse por la insolación, pero solo en parte.
No obstante, hay grandes proyectos en todas las comunidades, entre ellos el que tramita Repsol en Cantabria, donde empleará más de 600 millones de euros en repotenciar la central de Aguayo, hasta convertirla en la mayor instalación de almacenamiento de energía eléctrica del país.
Frente a esta realidad, que el Gobierno podría exhibir como garantía de crecimiento y de que el país va a estar la vanguardia de las nuevas energías, se encuentra la otra realidad, la de los hogares que no llegan a fin de mes. Es cierto que los datos de consumo parecen indicar que ha pasado el peor momento, la fortísima subida de precios del año pasado, pero las pautas de compra han cambiado y hay un colectivo que empieza a tener muchos problemas, el de quienes no pueden afrontar las hipotecas tras dispararse los tipos de interés. En España, el 15% de las familias está pagando una hipoteca y casi la mitad de ellas dicen haberse visto bastante afectadas por una evolución que no preveían. El resultado es que un una cuarta parte de este 15% ya no puede encajar este gasto en su presupuesto mensual y tiene que echar mano de los ahorros o, peor aún, de las tarjetas de crédito. No obstante, esa circunstancia no se notará demasiado en la calle este verano, porque los españoles, según la misma encuesta de la financiera Cofidis, se resisten a renunciar a sus viajes de vacaciones y prefieren recortar en otros conceptos.
Que los sondeos entre el empresariado detecten más optimismo que entre los consumidores no deja de resultar chocante con un gobierno de izquierdas, y quizá ahí también resida la clave de que estos partidos no consigan mantener sus votantes de 2019. El malestar de las clases medias francesas sirve como ejemplo. Pero no nos engañemos, en estas elecciones –como ya ocurrió en las de mayo–, influirá mucho más la ideología que la economía y estarán mucho más segmentadas por bloques de pensamiento que por clases sociales.