Editorial
El profesor Alcaide, padre de la estadística en España por su prestigio profesional y por su amplísima progenie entre la que hay varios catedráticos en esta materia, acostumbraba a repetir a los alumnos el famoso desaire de Julio Camba hacia su profesión: “Resulta que si usted se come un pollo y yo no como nada, los estadísticos aseguran que nos hemos comido medio pollo cada uno”. Era la primera advertencia para mantener un cierto grado de escepticismo ante unas verdades que tienen demasiados matices como para ser aceptadas como dogma de fe.
Quizá sea bueno mantener esa actitud mínimamente recelosa hacia el IPC, unas siglas convertidas en el auténtico eje de las economías modernas. Que nuestro Índice de Precios vuelva a estar controlado en torno al 2,6% nos hace retornar, al parecer, al selecto club de los países solventes, que crecen a tasas más moderadas que algunas economías emergentes, pero son los únicos que pueden jactarse de tener embridados los precios, y eso es algo que exige un largo proceso cultural, además de la mano firme de un Gobierno.
No obstante, una cosa son las estadísticas y otra las sensaciones. Las cifras oficiales aseguran que la introducción del euro en el 2002 apenas nos supuso un movimiento coyuntural de un punto al alza que ya está digerido y no ha vuelto a dar más señales de vida. Exactamente lo contrario de lo que opinan quienes se ven obligados a hacer la compra diaria, por lo general las mujeres. Quizá sea una impresión errónea, pero no es fácil que tanta gente se equivoque en una cuenta tan rutinaria como es la de ajustar el presupuesto para poder llegar a fin de mes.
Hay muchos motivos más para que la desconfianza se convierta en sospecha. Aparentemente, es difícil entender que si en un último año la vivienda en Madrid ha subido un 25% y en Cantabria un 19%, la inflación esté en el 2,6%, cuando las familias se ven forzadas a dedicar más de un tercio de sus ingresos a la casa. Gastos tan cotidianos como los cafés, los periódicos o los parkings o tan forzados como los impuestos municipales han subido en los dos últimos años por encima del 10%, cuatro veces por encima de la inflación teórica. En frutas y hortalizas, un reciente estudio oficial exigía actuar urgentemente sobre los canales de distribución, porque los precios se han disparado y no es un secreto para nadie que el pescado, a consecuencia de la escasez de este año se ha convertido en un objeto de lujo.
Y, sin embargo, cuando todo esto entra en la misteriosa coctelera del IPC se consigue la magnífica cifra del 2,6% de subida media. Hay que ser justo y reconocer que quizá los viajes al exterior hayan bajado –pero al extranjero aún viaja muy poca gente– y que algunos productos de origen industrial –no muchos– han descendido, pero ninguno de ellos es objeto de compra diaria. Es milagroso que una vez cocinados todos los ingredientes se consiga un resultado tan benigno, que atempera cada mes los ánimos del consumidor y le convence de que si no le llega el dinero es porque cada vez se administra peor y no porque todo es mucho más caro.
Hace algunos años se autorizaban importaciones masivas de pollos o de patatas para salvar el IPC de un mes. Ahora los estadísticos oficiales son mucho más sutiles y suponen que la gente compra más productos en rebajas que en temporada, disipan el peso real de la vivienda en el gasto familiar considerándola una inversión y no un consumo, y nos atribuyen a todos los españoles un ansia viajera impenitente. Pero este IPC, que quizá puede ser representativo del gasto de unas clases sociales privilegiadas, apenas tiene nada que ver con las compras de las clases populares, cuyos recursos se van en alimentación y en productos de primera necesidad. Su realidad poco tiene que ver con esta supuesta cesta de la compra y en cambio, ese veredicto oficial sobre la subida de los precios es el que va a definir su incremento salarial anual, algo que no ocurre con las clases sociales más favorecidas, cuyos ingresos no se fijan precisamente en convenios colectivos.
Galileo tuvo que aceptar que el mundo no se movía y nosotros que los precios no suben. Quizá sea más probable que el mundo esté parado.