Historias de la economía actual
“Para subir al cielo se necesita una escalera larga y otra chiquita…”. “Oye chico, ¿tú te sabe lo que sigue de la letra de La Bamba?”, preguntó con un profundo acento caribeño el compay Antón que estaba debajo de una palmera aquel mediodía de agosto en la isla de Borinquen, como le llamaban allí a aquello antes que llegara Colón, como si acabara de llegar la semana pasada.
Naturalmente, la respuesta se demoró un buen rato, si es que “allarriba, allarriba” se puede considerar una respuesta, porque en el Caribe no se suelen hacer puntualizaciones, más que nada por el sol que hace y porque las puntualizaciones llevan a otras puntualizaciones y éstas últimas a otras nuevas y con el calor más vale no empezar.
–“Allarriba iré… y bueno, chico, tú ya sabe todo lo demá” añadió el compay mientras jugaba con unas semillas de cacao que tenía en un saquito y que según él eran mágicas si decías no se que palabras y las tirabas hacia atrás sin mirar por encima del hombro izquierdo.
Antón era un cacho de negro, pero negro, negro. No un negro marrón, sino negro como un tizón. Y llevaba el saquito de cuero con las semillas alrededor del cuello, cosas de los caribes, y unas palabras escritas dentro recortadas de un periódico viejo. Con eso siempre iba a tener suerte. Encima llevaba puesta una camisa blanca, o sea que desde lejos se le veía bastante bien.
Al cabo de un buen rato de Bamba, dice Antón: “Oye chico, cambiando de tema, ¿tú sabe lo que dicen en Europa con qué se hace el chocolate, chico?, le dijo sin quitarse el sombrero de paja que le tapaba la cara, incluida la boca. Así que más que entenderle, el otro supuso, primero, que hablaba con él porque por allí no había nadie más y, segundo, qué es lo que había dicho.
El otro era el compay Ramón, también negro, negro, tumbado del otro lado de la palmera, de forma que ambos quedaban cabeza contra cabeza. Vamos, que se hablaban pero no se veían.
Al cabo de otros veintitantos minutos de los de Puerto Rico le respondió: “¿Que de qué se hace el chocolate? Pues de qué se va hace chico, de cacau, de cacau”, que aunque suena casi igual que cacao y quiere decir lo mismo, no se escribe lo mismo.
–“¿Y polque me pregunta eso, chico?”
–“Es que aquí, en esta hoja del All the Morning Evening Star dice que en Europa han dicho que se puede añadir hasta un 5% de otra grasa vegetale, pero que hay que ponelo en la etiqueta, chico, porque entonce lo consumidore están pelfetamente informado.
–¿Y qué e eso de grasa vegetale, compay?, ¿y pelfetamente infolmado?
–¿Pue que quiere que yo te diga, chico? No lo sé, yo má bien creo que son la palabra mágica esa que dicen lo blanco, chico.
Entonces, el negro Ramón, que era un hortera más grande que la copa de una palmera cocotera, sacó el transitor y dijo: “Vamo a pone la radio a vé que dicen en Lusemburgo, chico”. Y después de más de treinta y cinco minutos de intentos infructuosos y de música merengue por un tubo, por fin sintonizó “Ici radio luxembourguise l´émission pour Le Caribe… riiin… riin…” hasta que empezó con eso de “ohalá que llueva café en el campo”.
Las radios, como una vez que las enciendes luego funcionan solas, se puso a funcionar aunque con mucho ruido por las interferencias, que posiblemente se debían a unas nubes que se veían a lo lejos. Mientras, los dos borinqueños permanecían tirados como dos tablones sobre la arena, como si les hubiera dejado allí mismo la marea tres o cuatro semanas atrás.
Casualmente, como suelen suceder estas cosas, y en parte como consecuencia del golpe que le había dado al aparato, éste sintonizó la emisora local: “Aquí Radio Papaya News”, chiir… chiiir… curiosas del mundo: En Europa, el Tribunal de Justicia ha condenado a los estados de España e Italia a autorizar la venta de chocolate que…” Y hasta aquí llegó información de momento porque Rosario la locutora, como no entendía nada de lo que allí ponía, paró de leer las noticias y puso otro poco de merengue: “Quisiera ser un pez…”
No es que Rosario no lo entendiera, lo que pasa es que no sabía lo que quería decir, que no es lo mismo, así que llamó a Ofelia, la telefonista que en ese momento se estaba pintando las uñas de los pies en una postura un poco difícil porque el vestido tampoco daba de sí mucho. “Oye chica, tú que entiende la letra del inglé, ¿qué dice aquí?”
La incomprensión del asunto cada vez era mayor porque, primero, nadie entendía para qué había que ponerse a leer lo que ponía en el papel del chocolate. “Ya chica sí, pero lo que yo no entiendo tampoco e polque se leen el papel del envoltorio” decía también Ofelia. “Le zumba el mango pa comerse un trozo de chocolate” añadió.
–Ademá, ¿quién é ese del consumidó?
–Pues quién va a sel –le respondió la otra mulata que acaba de entrar con una cesta de piñas en la cabeza– el consumidó no es naidie. Es como si tú pone una calta y no se la manda a naidie, tú ya sabe. O sea, que tú no pone el remitente y manda una calta con el envoltorio solo. Yo a eso eulopeo no lo entiendo, no lo entiendo.
Y cogió y se metió para adentro porque hacía casi quince minutos que estaba sonando el teléfono.
En la emisora la polémica seguía con lo del envoltorio: …que la letra es tan pequeña que no hay quien la lea; que lo que ponía allí era para un licenciado porque eran de esas cosas que no se sabe lo que quieren decir…
Lo que habría que aclarar antes que nada es que allí nadie comía el chocolate porque cualquiera se pone a comer el chocolate con cuarenta grados a la sombra y poco importaba lo que pasase con esos productos que, aunque originariamente caribeños, ya nadie recordaba como propios.
El teletipo
La despreocupación por las noticias del exterior era general en la isla. Allí, la única que leía las noticias era Esperanza la Negra, que luego se lo contaba a los demás como le daba la gana, aunque, eso sí, respetando lo sustancial y añadiendo bastante adornos, porque eso era de verdad le gustaba a su auditorio. Cuando iba a limpiar a la emisora, cogía los teletipos y se tiraba la tarde leyendo, y decía que no entendía tan nada de nada, pero que apreciaba mejor el lenguaje, su estructura, “que ya estaba halta de tanta pachanga”.
A todo esto y por si hay algún lector de fuera del Caribe, se supone que le interesará saber qué era concretamente lo que decía la información de la agencia de noticias y es que a primeros de este año, el Tribunal de Justicia Europeo ha dictado una sentencia por la que se condena a España e Italia por prohibir vender como chocolate el producto que, cumpliendo con las normas de la CE, tenga un 5% de materias grasas vegetales que no sean la manteca de cacao, ya que eso no altera la naturaleza del producto. Con que se indique en las etiquetas su presencia es suficiente para garantizar una información correcta a los consumidores.
Ajena a la discusión que se había organizado, Rosario la Negra siguió con lo suyo, o sea la lectura de la información: “España e Italia impusieron a las empresas de los otros estados que vendían así el chocolate, que lo hicieran con la denominación de sucedáneo de chocolate y, según el Tribunal, eso puede obligar a los operadores económicos a soportar gastos adicionales y tener una influencia negativa en la percepción que los consumidores tengan de tales productos”.
En la isla la polémica seguía. “… ¿Y eso del suecedanio qué es lo que es? ¿Una planta?
–No, yo creo que es algo que hacen en Suecia y que es parecido pero que no es igual.
–Ah ya, claro, tú eres parecido a tu helmana pero no eres igual que ella, dijo Ramona en una comparación incontestable.
“¿Y cómo dice tú que se lo toman?
–Pues creo que le echan leche.
–!Yamba-O, que le echan leche!, repitió Rosario, mientras se metía a la emisora llevándose las manos a la cabeza y exclamando “Corazón de melón, melón, melón!”
Para el que esté intrigado con lo que les pasó a los personajes de la playa, aclararemos que ya se habían largado todos para casa, porque quien llamaba por teléfono era el del observatorio meteorológico para advertirles que venía la tormenta tropical ‘Isabel’ y eso sí que es un buen cacao.