Editorial

La Empresa de Residuos de Cantabria va a consumir el próximo año casi 50 millones de euros en capital y subvenciones (8.200 millones de pesetas) que ni siquiera servirán para restablecer definitivamente su salud financiera. Para nadie era un secreto su estado, aunque nadie lo mencionase y nunca haya salido publicado en los medios de comunicación, excepto en este. Era nuestro agujero negro regional. Pero un agujero amable, porque repartía dinero a manos llenas en publicidad, subvenciones, contrataciones, obras, edición de libros… Sin burocracia, sin tener que pasar por engorrosos concursos, sin auditorías. Dinero contante y sonante aunque a veces tardaba, porque el pozo se secaba temporalmente, hasta que el Consejo de Gobierno volvía a realizar la consabida ampliación de capital para tapar el agujero.
La sociedad pública creada para conseguir que los ayuntamientos pagasen las tasas de basura, no sólo no había logrado mejorar los cobros, sino que había multiplicado por dos el déficit anual de este servicio. Un curioso ejemplo de eficacia, pero a la inversa. Y, como ocurre con otras empresas públicas, a medida que engordaba el déficit no sólo no se ponía más énfasis en restablecer el equilibrio, sino que se relajaban los controles. Cada año se perdía más que el anterior y menos que el siguiente, pero eso no producía ningún sofoco al consejero: la empresa era opaca al Parlamento y tampoco se molestaba en llevar sus cuentas al Registro ni, por supuesto, realizar la auditoría anual, obligatoria por ley.
No hay situación, por mala que sea, que no tenga una vertiente positiva y el ex consejero José Luis Gil la encontró: en el río turbulento de la Empresa de Residuos algún gasto más apenas se notaría. Y a partir de ese momento, la ERC sirvió para todo, para tratar de ganar elecciones, con contrataciones masivas de parados, o para tener satisfechos a los medios de comunicación y, por supuesto, para contribuir con todo ello a la mayor gloria del consejero.
Con la catástrofe del ‘Prestige’ la maquinaria de gasto llegó al paroxismo del descontrol. No hace falta revisar las facturas. Cantabria ha gastado seis veces más en limpiar la mitad de su costa de lo que ha empleado Asturias en limpiar toda la suya. Por supuesto, semejante circunstancia ni tiene explicación ni nadie la va a dar, pero afortunadamente para nosotros, el Gobierno de Madrid no tendrá excesivo interés en escarbar en cómo gastaron el dinero sus correligionarios cántabros y pagará la totalidad de los gastos causados por el chapapote.
Al nuevo consejero le va a tocar tapar el agujero de la Empresa de Residuos como se tapó en tantas otras ocasiones anteriores, con una nueva ampliación de capital, pero todos tenemos derecho a saber cuánto nos cuestan, de verdad, las basuras y cuánto nos ha costado lo que no son basuras o para qué sirve exactamente el Centro de Investigación del Medio Ambiente. Somos ya lo bastante mayores como para que desaparezcan los secretos. Desde hace treinta años, cualquier ciudadano de Madrid conoce los niveles de contaminación atmosférica en cada punto de la ciudad. Con Gil, las mediciones de las estaciones medioambientales han sido secretas (¿tan preocupantes son los valores, acaso?). En todas partes, un ciudadano tiene derecho a saber si el suelo sobre el que va a construir está contaminado, en Cantabria, no. Así puede suceder lo que le ocurrió a la Consejería de Obras Públicas con las viviendas sociales de Nueva Montaña.
Y es que aquí no había contaminación, por decreto, lo que daba lugar a paradojas sorpredentes, como que la Consejería forzase que la playa de La Magdalena tuviese la bandera azul antes del saneamiento de la bahía, lo que a todas luces hacía innecesaria la inversión, si tan magnífica era ya la calidad del agua.
Esperemos que haya concluido la época de la megalomanía, en la que un consejero podía encargar de palabra un par de desaladoras (4.000 millones de pesetas de nada) antes de pararse a valorar su utilidad real en Cantabria, y hayamos entrado en la época del sentido común y de la transparencia.

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