Política de pacificación
Uno de los objetivos del nuevo Gobierno regional parece ser llevarse bien con todos, un propósito encomiable que resulta más sencillo ahora que los papeles están perfectamente repartidos, y no como en la pasada legislatura, cuando tenía que buscarse la vida para completar una mayoría y los partidos de oposición ponían tan caros sus votos como fuera posible.
En realidad, ese es el plan del PRC, que ha convocado a la alcaldesa de Santander, a todos los partidos de la oposición, incluido Vox, y a los directivos de ARCA y AMA, que mantienen pleitos históricos de gran calado con la Administración, pero no el del PSOE, que llegó dispuesto a marcar el territorio, dado que quienes han aupado a la secretaría general a Zuloaga siempre han estado convencidos de que tanto Lola Gorostiaga como Eva Díaz Tezanos se dejaron comer la tostada por Revilla y no supieron imprimir suficiente huella ideológica en su gestión. Ha bastado un mes para comprobar que una cosa es la teoría y otra la práctica, y ésta no va a ser muy distinta a la de legislaturas anteriores, sobre todo por el hecho de que Zuloaga se ha reservado competencias de poco calado ideológico, para evitar el desgaste que suponen Educación y Sanidad, donde ha colocado a consejeros casi desconocidos para su propia militancia.
El PRC ha empezado la legislatura con la intención de apagar los viejos incendios
El problema es que el electorado no hila tan fino como los políticos, que creen que cada decisión va a llevar durante siglos la etiqueta del consejero que la adoptó. El elector atribuye casi todo (lo bueno y lo malo) al presidente y muy pocos son conscientes de si una determinada consejería la gestiona el PRC o el PSOE, sobre todo en esta legislatura en que los nuevos titulares son perfectamente desconocidos para la opinión pública. La historia pasada demuestra lo poco que cuentan las sutilezas a la hora de los votos y un ejemplo es lo ocurrido durante el Gobierno de Gestión, que presidió Jaime Blanco y que apenas duró medio año. El entonces secretario general socialista gobernó al frente de un cuatripartito que, por si fuera poca complejidad, tenía un horizonte electoral tan próximo que cada consejero necesitaba convertir esos 180 días en una campaña electoral continuada. El PP ganó la batalla en los medios de comunicación por goleada, quizá porque le eran más propicios, pero su resultado electoral fue muy pobre, mientras que el PSOE se disparaba a 16 diputados, lo que no ha vuelto a ocurrir nunca más. Pocos electores podían determinar si la Consejería de Cultura la llevaba el PRC o el PP, o si la Industria (por mucho que saliese en los periódicos el consejero Pernía) era de los populares o de los socialistas. Lo que hicieron unos y otros únicamente lo capitalizó el partido que ostentaba la presidencia. Volvió a pasar, una década después, cuando el PSOE se la cedió a Revilla, con menos escaños, porque era su única posibilidad de llegar al poder, y volverá a pasar ahora, por mucho que los socialistas crean lo contrario. Sobre todo, cuando el rival es alguien tan mediático como el líder del PRC, que no necesita asesor ninguno para inventarse las mejores acciones publicitarias, como la de recibir a los turistas que quieran pasar a saludarle, algo que antes o después imitarán otros presidentes.
Tanto si el PRC logra apaciguar en esta legislatura las relaciones con la oposición o los conflictos surgidos por las sentencias de derribo como si no, lo que está garantizado por el momento es la paz interna de los partidos, tras cuatro años de inestabilidad máxima. Después de las rebeliones de las bases, que se generalizaron en la última legislatura, no se ha producido una mayor democracia interna sino todo lo contrario. Han surgido unos hiperliderazgos como nunca antes hubo, y los presidentes o secretarios generales han laminado todos los resortes de control interno después de depurar a los críticos, como ha ocurrido en el PSOE y el PP cántabro, donde ahora está más claro que nunca que el que se mueve no sale en la foto. En realidad, ya no sale nadie que no sea amigo del que la hace.
Cuando el colegueo toma la dirección de los partidos, los cargos que van a llevar a cabo esas políticas se eligen fuera de la militancia y la marca se medioesconde en las campañas electorales, a los partidos les quedan cuatro días. Como en Francia, como en Italia o como en EE UU. En las últimas elecciones españolas, muchos de los candidatos, que temían los efectos de los escándalos acumulados por sus formaciones, optaron por centrar la campaña en su propia persona, hasta el punto de que llegar a ofrecerse como la renovación en lugares en los que llevaban gobernando 30 años, como en Madrid.
Quizá ellos no sean conscientes pero los partidos se están desinflando con extraordinaria rapidez, tanto los viejos como los nuevos, hasta quedar reducidos a un mero apéndice destinado a dar cobertura al líder, a veces un mero atrezzo para que se le vea arropado ante las cámaras de la televisión. Hacienda se ha visto forzada a desvelar, por la aplicación de la Ley de Transparencia, que solo hay 288.000 cotizantes a los partidos políticos en España de los supuestamente 1,3 millones de afiliados que dicen sumar (son ingresos que están obligados a declarar). Basta recordar que solo el PP siempre ha defendido tener 800.000, aunque en las primarias para suceder a Rajoy únicamente se registraran 66.000 militantes. La realidad es que declara en Hacienda 60.000, ni uno más. El PSOE presume de 216.000, aunque quienes pagan cuotas son 166.000, que no obstante son muchos más que los del PP; IU tiene realmente 22.000 afiliados y el PNV algo más de 24.500. Unas cifras muy modestas que dan una idea no solo de la escasa penetración social de los partidos sino también de su enorme debilidad, que permitiría maniobras espúreas de control, sobre todo en aquellos casos en los que las fuerzas internas están equilibradas, y a un tercero le bastaría hacerse con algunas agrupaciones para llevarse el gato al agua.