Empleo: Lo que no queremos ver

Nunca antes hubo en Cantabria 262.000 personas trabajando, y cuesta entender que, teniendo prácticamente los mismos habitantes que cuando la región no pasaba de 155.000 ocupados ni siquiera alcancemos la media nacional de riqueza cuando entonces presumíamos de ser la sexta o séptima provincia del ranking. Bien sea porque el resto avanzan más deprisa o porque el valor añadido de nuestros empleos cada vez es menor, ese mayor esfuerzo laboral ni nos ha generado la riqueza que cabía suponer ni nos cunde como a otros. No resulta fácil de explicar, porque seguimos teniendo mucho más empleo industrial que la media –un empleo mejor remunerado– y unas pensiones más altas.

En estos momentos se da una circunstancia que no se produjo ni siquiera durante el boom económico de la primera década del siglo. En cualquier conversación entre empresarios la conversación recurrente se centra en la carencia de mano de obra. Empezaron faltando chóferes de camión. Cuando la construcción mostró un tímido despertar, descubrimos que tampoco teníamos albañiles. Luego llegó el problema de los médicos, que no se va a resolver en mucho tiempo, porque desde que un alumno empieza la carrera hasta que acaba la formación como especialista pasan once años, y la Universidad pública sigue empeñada en cerrar el grifo de las entradas todo lo que pueda; tampoco hay bastantes profesores, y se les está forzando a que impartan asignaturas para las que no se formaron. La pesca sobrevive gracias a los marineros africanos, la hostelería ya se nutre casi exclusivamente de trabajadores extranjeros y las empresas de informática no pueden crecer más porque solo encuentran personal quitándoselo a otras.

Podíamos pensar que es consecuencia de un grave desenfoque educativo y bastaría adecuar la formación a lo que realmente demanda el mercado, pero no es así. Las fábricas tampoco consiguen trabajadores; las ganaderías cierran por un problema mucho más grave que el precio de la leche, no hay nadie que quiera trabajar 24 horas al día los siete días de la semana. Incluso las anchoeras ven que sus plantillas (casi todas mujeres) se acercan a la jubilación y no encuentran reemplazo.

En Cantabria, por debajo del 7% de paro solo nos arremangamos si es para ir a un empleo público

Incluso en estas circunstancias inéditas de volumen de empleo, se sigue utilizando como un arma política arrojadiza, con argumentos como que tenemos las segundas mayores tasas de paro de Europa, el mayor paro juvenil o que las estadísticas computan como ocupados a los fijos-discontinuos. La realidad es que hay más posibilidades de trabajar y de saltar de un puesto a otro de las que ha habido nunca y lo que debiera preocuparnos es el motivo por el cual con esas de tasas de paro que aún revelan las estadísticas (8%- 10%) es imposible encontrar trabajadores. Lo que le ocurrió a los hosteleros con su fallida convocatoria a todos los parados de Cantabria le puede ocurrir a cualquier otro sector que intente lo mismo… salvo si lo hace el Gobierno para fichar funcionarios. En ese caso saldrán de debajo de las piedras, en auténtica avalancha.

Todos somos conscientes de que sería así. Por tanto, el nivel de paro es un porcentaje fluido, que depende del tipo de trabajo ofrecido, ni siquiera de la remuneración. 

El paro natural, ese volumen de población que nunca va a trabajar, aunque esté en edad de hacerlo era más o menos del 4% de la población laboral en los años 60, cuando Phillips estableció su famosa curva y ahora es algo más baja, si bien habría que saber en qué estadística meten a los cientos de miles de personas tiradas por las calles víctimas del fentanilo o de la marginalidad. Alcanzar ese porcentaje tan bajo en Europa es impensable y en España lo que podría considerarse ‘pleno empleo’ es convivir con una tasa de paro del 7-8%, con un umbral distinto según la actividad. En Cantabria, en concreto, por debajo del 8%, solo nos arremangamos si nos llaman para un empleo público.

Las empresas no pueden competir con las condiciones de confort/salario/jornada que ofrece la Administración pero están haciendo todo lo posible, al ofrecer teletrabajo, flexibilidad, conciliación, bonus… Desde la pandemia se ha producido un sensible salto en estas conquistas sociales por la necesidad de retener trabajadores o de atraerlos, pero no ha bastado para asegurarse una plantilla suficiente y, mucho menos, para evitar su volatilidad.

Quizá ya nunca más veamos trabajadores vinculados a sus empresas de por vida, ni siquiera por varios años, pero todo dependerá de lo que ocurra en los países con los que competimos. Si se encuentran en circunstancias parecidas, podremos sobrevivir. En caso contrario, tendremos que estar preparados para un importante revolcón en los escalafones internacionales de riqueza.

Nada de esto va a cambiar porque cambiemos de gobierno (los que han llegado a las autonomías asegurando que quitarían las que llamaban paguitas las han incrementado). Con el aumento de las incertidumbres y el convencimiento de las nuevas generaciones de que no van a vivir como vivieron sus padres se ha instalado una forma de ver la vida a muy corto plazo, en la que el trabajo ha bajado muchos escalones en la escala de prioridades y para millones de jóvenes es solo un mal necesario en el que incurrir si no hay más remedio. Aquella angustia por encontrarlo –sobre todo el primer empleo– ha pasado a la historia. 

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