Malestar social
Es fácil decir que nuestros políticos no están a la altura de los ciudadanos, pero no conviene olvidar que son los que la gente ha votado, y no parece que haya sido en un rapto de locura, puesto que en los últimos cinco años ha habido cuatro elecciones y puede que en la quinta los resultados no sean muy distintos. Por tanto, resulta infantil desentendernos de una responsabilidad en la que somos tan insistentes o pensar que haciendo siempre lo mismo, cada vez que votemos vamos a conseguir resultados diferentes. Tampoco conviene olvidar que con el argumento de los malos políticos ya nos quitamos de encima a toda una generación (la de los Rajoy, Zapatero, Rubalcaba, Frutos…) para dar entrada a otros nuevos que supuestamente iban a ser mucho mejores: los Sánchez, Casado, Rivera, Iglesias, Garzón o Rufián. Como no lo han sido, volvemos a recurrir a su presunta incapacidad profesional. ¿Cuántas veces tendremos que cambiar, entonces, hasta llegar a tener esos políticos que supuestamente merecemos? Probablemente, muchas, y con la posibilidad constatada de que cada vez sean peores.
Para nuestro consuelo, en otros sitios tienen a Trump, a Boris Johnson, a Bolsonaro o a Putin. Incluso a Duterte, que sale a la calle a matar delincuentes por sí mismo. Y tenían hasta hace muy poco a Salvini, que se cargó su coalición de Gobierno en una machada de verano, convencido de la izquierda italiana no se entendería jamás para formar un gobierno alternativo y él barrería si forzaba unas elecciones. Al menos este se barrió a sí mismo, por un exceso de suficiencia.
En todas partes podrían sostener, por tanto, que no se merecen esos políticos zarrapastrosos y faltones, pero no somos los demás los que les condenamos a tenerlos; son ellos, quienes los han votado, con razones o por despecho.
Como los países no han hecho un ‘casting’ inverso para escoger a los peores políticos, habrá que convenir que la globalización genera problemas para los que no tenemos respuestas
El sistema de filtros que tradicionalmente suponían los partidos políticos evitaba la llegada al poder de un aventurero, un impresentable o un loco peligroso, pero está fallando estrepitosamente con el triunfo del populismo, que juega con el hartazgo del votante medio y con la rabia de los desfavorecidos. Millones de personas que acaban por dar a la política el valor de un reality televisivo y quizá con razón, si tenemos en cuenta que los presidentes de dos países del tamaño de Brasil y Francia son capaces de zaherirse mutuamente con el argumento de que “tu mujer es más fea/más vieja que la mía y me tienes envidia”, lo que a estas alturas ya no se admitiría ni en una barra de bar.
Cuando Argentina es capaz de votar a Cristina Kirstchner solo para fastidiar a Macri, aunque al día siguiente la moneda nacional pierda la mitad del valor, y cuando el presidente de EE UU dice, textualmente, que es capaz de ganar una guerra de aranceles con la gorra, sin tener en cuenta que basta con que China reaccione imponiendo los suyos a los cereales americanos para arruinar a sus propios votantes, o cree que se puede ir por el planeta comprando otros países es que algo grave ocurre en todo el mundo.
Hasta hace un par de años el problema de la estulticia en la gobernanza mundial lo limitábamos al hombre-cohete de Corea del Norte y a pocos más, pero ha quedado suficientemente demostrado que nadie está exento de sufrir (votar) políticos disparatados, que llegan al poder con el apoyo popular y no por un golpe de estado. Eso solo significa que el malestar es general en todo el planeta, y nadie está haciendo lo suficiente por resolverlo o, al menos, eso es lo que suponen los afectados.
Nuestro 15 M duró bastante menos que el movimiento de los chalecos amarillos franceses y se llevó por delante al Gobierno del PSOE, que perdió las elecciones. Macron, que ha decidido hacer como que no existen, lo pagará también cuando haya comicios. Y en Gran Bretaña, después de tres presidentes en cuatro años nadie sabe cuántos más caerán desde la grupa de ese caballo desbocado que es el Brexit, porque nadie confía en que Johnson haga nada que tenga un mínimo de sentido común.
Es lo que hay. Y como no cabe imaginar que en todos los países los electores hayan optado por una especie de casting inverso, para escoger al peor candidato, habrá que concluir que la globalización ha generado problemas para los que no teníamos respuestas preparadas, al poner en entredicho las conquistas anteriores y romper una secuencia histórica que empezó con el fin de la Segunda Guerra Mundial y ha garantizado siete décadas de paz y prosperidad en las que cada generación vivía mejor que la anterior, una expectativa que ahora se ha quebrado.
Cuando desaparecen las seguridades empieza la revolución por aquellos que tienen menos que perder. Lo curioso es que antes iban a tomar la Bastilla y ajusticiar a los nobles y ahora eligen a ricos como Trump para romper el sistema. Desde luego, hay que reconocer que el americano lo está haciendo con mucho entusiasmo.