Lecciones de un desastre

La tragedia de Valencia ha demostrado las debilidades de un país que, por otras muchas razones podemos considerar avanzado. Nadie lo duda de EE UU aunque todos los años se produzcan desastres en los estados del sureste a consecuencia de los huracanes.

Con no poca soberbia, estábamos convencidos de que no nos podía pasar algo semejante, propio de países subdesarrollados, pero hemos comprobado que cuando la naturaleza se rebela tenemos muy poca capacidad de respuesta, sobre todo si la utilizamos mal, y de esta catástrofe estamos obligados a sacar muchas lecciones.

¿De qué ha servido todo el entramado de prevención que hemos creado si solo se ha actuado a posteriori?

Avisar a la población de un peligro cuando en muchas localidades ya están con el agua al cuello será un error difícil de olvidar para muchas personas, para los afectados y para quienes tenían que haber tomado la decisión mucho antes y ahora son perfectamente conscientes de las consecuencias. ¿Se puede estar toda una jornada mareando la perdiz sin tomar medidas ante una situación que era conocida por todos, porque de lo contrario la Universidad de Valencia no hubiese decidido el día anterior interrumpir las clases por el riesgo? ¿De verdad los equipos de protección civil de ayuntamientos y gobiernos regionales que veían cómo el agua arrasaba los pueblos más altos ya por la mañana debían esperar para actuar a que alguien les informase desde Madrid? ¿Lanzar la alarma general depende de que una sola persona, el presidente de la comunidad, coja o no el teléfono? ¿Es creíble que el Ministerio, por su parte, no tenga un mapa digitalizado, compartido con las comunidades afectadas, de la evolución instantánea de los caudales en cada cuenca, como hay en las salas de control de todas las fábricas, cuando ya hace décadas que se telecomandan las aperturas y cierres de las compuertas de los embalses? 

Es fácil opinar a posteriori, pero es inevitable dejar perfecta constancia de los errores, que no son solo políticos, porque España tendrá que mejorar muy mucho sus protocolos de seguridad. A la vista está que el importante entramado de prevención existente no ha funcionado, porque todas sus actuaciones han sido post-tragedia, como tampoco logró evitar que, hace unos pocos meses y en la misma ciudad, se quemase completamente en pocos minutos un edificio moderno entero, teniendo como tenemos una normativa de construcción muy estricta con los materiales combustibles. Aún estamos por conocer los motivos exactos de la fulgurante extensión del fuego.

 Mientras que en otros países hay simulacros prácticamente cada semana, es muy improbable que un ciudadano español sepa como comportarse ante una situación tan extrema, porque ni siquiera es conocedor de los riesgos de los que es partícipe. Lo ocurrido deja en evidencia esa falta de formación frente a los riesgos naturales y, probablemente, frente a otros riesgos, los que hemos añadido los humanos. Quienes bajaron a los garajes o quienes de buena fe avisaban a sus vecinos para que lo hiciesen con la noble intención de que salvasen los coches, es evidente que no eran conscientes de las consecuencias, y esa falta de información ha sido catastrófica. Si simplemente hubiesen abandonado los coches a su suerte hoy probablemente tendríamos a un centenar más de personas vivas.

En Cantabria hay una gran concentración de empresas que manejan productos muy peligrosos, la más alta después de Huelva y Tarragona, pero casi nadie en la calle conoce esta circunstancia ni lo que debería hacer en caso de que se produzca la fuga de una de esas sustancias, muchas de ellas volátiles y que, por tanto, son muy difíciles de contener una vez pasan a la atmósfera. Es cierto que en todas estas fábricas se aplica el Protocolo Seveso, que elaboró la Unión Europea tras el desastre que se produjo en la ciudad italiana del mismo nombre, pero la realidad es la que es. Puede que en los simulacros que hacen periódicamente con los cuerpos de protección civil todos los mecanismos de respuesta funcionen a la perfección pero es muy dudoso que en un caso real resulte todo igual de bien, porque el número de factores que pueden colaborar negativamente es casi infinito y, sobre todo, porque las importantes poblaciones que se encuentran alrededor de estas plantas no tienen ni idea lo que deberían hacer en caso de emergencia.

La tragedia de Valencia nos obliga a ser muy críticos con todo lo que damos por seguro, y especialmente con el modelo urbanístico que hemos creado. Hemos colonizado cauces fluviales, rieras, riberas, costas, zonas de inundación… muchos espacios que tradicionalmente nos estaban vedados, con la suficiencia de pensar que el hormigón puede con todo, y efectivamente, los edificios modernos no se caen con una avenida de aguas pero eso no significa que los bajos, los garajes o las calles no sean auténticos cepos mortales. Igual que las grandes infraestructuras de las que estamos tan orgullosos, como las autovías o las vías de ferrocarril de alta velocidad, se puedan convertir en un obstáculo insalvable para las aguas torrenciales y multiplicar los efectos de las inundaciones, al embalsarlas.

Ahora toca sacar conclusiones pero es probable que, como siempre ocurre en España, deduzcamos que todo es cuestión de más medios o con exigir la dimisión de los políticos. Por supuesto que siempre harán falta más recursos, pero la lección debiera ser otra: nuestros protocolos para estas situaciones o son inexistentes o están mal hechos y, en este caso, la mayor parte de los medios que tenemos resultan ineficaces. Que en las zonas tan fácilmente inundables, donde el agua avanza incontenible desde las laderas a varios metros por segundo nadie haya sido informado de que bajar a los garajes es jugarse la vida, resulta insólito. Que no contemos con un mapa de reservorios inundables a los que desviar las trombas de agua tampoco es entendible. ¿Qué hubiese ocurrido en Valencia capital de no haber contado con el Plan Sur, que se construyó a raíz de otra catástrofe y ha permitido desviar el agua del Turia con toda seguridad?

En España damos mucho valor a los medios físicos y mucho menos a los protocolos, quizá porque hemos sido una sociedad pobre y necesitamos agarrarnos a lo tangible, pero si en esta catástrofe hubiese habido mejores protocolos de autoprotección de los ciudadanos, de evacuación y de coordinación de los efectivos de las distintas administraciones, nos hubiéramos ahorrado muchísimo dolor, y hoy probablemente tendríamos la mitad de víctimas.

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