¿Nos haremos, por fin, mayores?

La sanidad se ha convertido en el quebradero de cabeza de todas las autonomías, algo que ya cabía prever cuando Aznar cedió la competencia, de forma inesperada, hace casi 25 años, a las que aún no la gestionaban, como Cantabria. Nadie dijo que no, porque nadie quería pasar por incompetente o por antiautonomista, pero lo cierto es que recibían una bomba con espoleta retardada: el tiempo que tardó en demostrarse que cualquier cifra que se le asigne siempre se quedará pequeña. Los sanitarios tienen mucho más fácil presionar al Gobierno autonómico para conseguir subidas de salarios y los ciudadanos para exigir nuevas prestaciones que cuando la competencia estaba en el Ministerio, de forma que enseguida resultó evidente la imposibilidad de gestionarla con el mismo dinero que le dedicaba el Estado.

En cualquier competencia, un desfase entre el gasto presupuestado y el real es incómodo pero en la sanidad es un drama, porque es la superconsejería, que poco a poco se va comiendo la mitad de todo el presupuesto anual de la comunidad autónoma. Cada año requiere una parte más suculenta de la tarta presupuestaria, reduciendo el dinero y la autonomía del resto de consejerías, porque es evidente que ningún gobierno va a dejar de pagar los sueldos de los sanitarios a partir de octubre o a cerrar los hospitales por mucho que se haya desbocado el gasto.

Ocurre en Cantabria, en Andalucía, en Galicia o en Madrid. Es un problema generalizado y aparentemente irresoluble, ya que nadie parece tener una idea clara de cómo evitar que el gasto farmacéutico supere siempre lo previsto, cómo frenar las listas de espera o cómo evitar la acumulación de camillas en los pasillos de las urgencias, por mucho que se redimensionen.

Hay un síndrome infantil al trasladar una y otra vez al Estado responsabilidades en materias ya transferidas, como la sanidad

Como ninguna de estas circunstancias lleva camino de arreglarse, por mucho más dinero que se emplee o por muchos hospitales que se levanten, las comunidades tienden a escaquear su responsabilidad y a tirar por elevación hacia el Ministerio, como si no hubiesen interiorizado que en sanidad, en educación o en empleo todas las responsabilidades son suyas. Es el síndrome del hijo treintañero que vuelve cada semana a la casa paterna a por los túper y el lavado de ropa. De los cerca de 100.000 millones de euros que consume la sanidad pública española al año, apenas 7.000 siguen en manos del Ministerio al que no le queda más responsabilidad que la coordinación y la orientación en aspectos generales de salud pública y el Sistema Nacional de Salud (SNS). Sobre el resto (contratación de personal, gestión de hospitales y centros de salud y provisión de servicios sanitarios, es decir, casi todo) no tiene competencia alguna y si, como en Cantabria, aceptó el pago completo del nuevo Hospital Valdecilla fue por una decisión meramente política, porque estas inversiones corren a cuenta de las autonomías. Es cierto que con motivo de la pandemia, su presupuesto se multiplicó, al hacerse cargo de todos los sobrecostes originados por la enfermedad, pero se trataba de una circunstancia extraordinaria. En condiciones normales, el entonces ministro Salvador Illa hubiese pasado completamente desapercibido y hoy no sería presidente de Cataluña, porque los ministros de Sanidad hace mucho que han dejado de tener notoriedad, por falta de competencias.

¿A qué se debe entonces, esa permanente insistencia de las autonomías en reclamar la atención de este y de otros ministerios que se han quedado sin competencias? Solo puede deducirse que no creen del todo en su autonomía o que les resulta cómodo trasladar la responsabilidad a Madrid. Basta ver que cuando los índices coyunturales de desempleo les son favorables no dudan en adjudicarse el mérito y cuando, por el contrario, el paro crece, responsabilizan a la política nacional, como si las competencias cambiasen de manos cada mes.

Esa confusión sobre las responsabilidades que realmente tienen, buscada por razones políticas, acaba por crear la sensación de que todos hemos sido agraviados (no es un problema exclusivo de Cantabria o de Cataluña). Los 6.900 millones de euros que Cantabria pensaba reclamar a Pedro Sánchez por proyectos comprometidos (el equivalente a dos presupuestos anuales de la comunidad autónoma), y los aún más abultados de otras comunidades son comprensibles en la pugna política pero hay que ser realistas:si se hiciese una caja común con los presupuestos anuales de todas las administraciones españolas se comprobaría que las comunidades controlan casi un 60% del importe total; los ayuntamientos algo menos de un 20% y el Estado no llega a un 25%. A su vez, la mayor parte de lo que gastan las autonomías del régimen común, les llega del Estado a través de la financiación autonómica. En Cantabria supone algo más del 80% de los fondos que maneja la comunidad, lo que indica que el margen de maniobra estatal es bastante limitado, porque el grueso del salchichón ya está repartido. 

Mientras no se cambie el sistema, el Estado es el principal responsable de recaudar pero son otros los que hacen la mayor parte del gasto son otros, un desequilibrio que se intentó corregir hace años introduciendo la corresponsabilidad fiscal de las autonomías y quedó a medias. Sin entrar en los muchos motivos de rechazo, el cupo catalán sí tiene un efecto positivo, que el resto de las comunidades se impliquen de verdad en esta tarea tan poco popular de la recaudación de impuestos, porque si quien gasta es el mismo que ha de conseguir los ingresos siempre será más cauteloso con el dinero. 

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