Chema Puente, la voz, el rabel, el himno

Por Rosa Pereda

Somos muchos los que pensamos que Santander la marinera es el himno de esta ciudad, aunque no se reconozca oficialmente. Lo era cuando sonaba en las calles vacías de la pandemia, después de los aplausos de las ocho, en los balcones y las ventanas, y así se hacen los himnos. En las malas. Y lo es cuando se canta a coro, y como si hubiera existido siempre, una habanera que fue compuesta en el año 2000. 

Ahora tiene un aire de luto y de homenaje, por la inesperada muerte de Chema Puente, su autor e intérprete, el 30 de noviembre pasado, pero su secreto está precisamente, en cómo se ha enraizado en la gente, en cómo se asume como propia y pasa a ser parte del patrimonio cultural común. 

Esto no es casual, y es mucho más que éxito. Para empezar, es un tema que se te mete en el corazón, sobre todo si eres de aquí y no estás aquí. Es lo que tienen las habaneras, que son canciones de nostalgias cruzadas, de ida y vuelta, pero también, en un manojo de versos, es el retrato amable del alma de la ciudad querida. Por ejemplo, me confirma Marina Alsar algo que me habían contado. Es cierto que su hermano, Vital Alsar, minutos  antes de morir en Acapulco, pidió a su hija que le pusiera la canción, y que sus últimas palabras fueron: “Santander, cuánto te quiero”. Yo, que he tenido la suerte de conocerle por su amistad íntima con mis padres, sé del vuelo místico que siempre tuvo, y que fundaba sus aventuras y esos viajes arriesgados e imposibles, y sé de su cariño intenso a esta ciudad y a Cantabria entera. Un punto de contacto tanto con mi padre como con Chema Puente. Juntos, Vital y Chema Puente, mantuvieron una larga amistad, que arrancó con la llegada de la Marigalante, y que, me cuenta Cristina Incera, hacía que se reunieran en cada viaje de Vital, pese a la diferencia de edad. Vital Alsar había nacido en agosto de 1933, y Chema Puente en diciembre del 51. 

Cristina Incera es la compañera de siempre de Chema Puente, su viuda. Los dos nacidos en Cueto, se conocían desde críos, y empezaron a salir cuando ella estaba en lo que se llamaba el preuniversitario, con 17, y él ya con 18, haciendo Físicas en la Facultad de Ciencias. Luego haría la especialidad en Física Optica en Zaragoza y durante  algunos años ejerció la docencia en institutos de Santander. Como hacía ella, bióloga y catedrática hoy jubilada.  Se casaron en 1977 y tienen un hijo y una hija. Pero esto pertenece a la esfera de lo privado, aunque seguramente la carrera y el personaje público del músico hubieran sido otros sin su compañera. Baste una anécdota. 

Porque a Chema Puente le interesaba la música, sobre todas las cosas. Le venía de familia lo de cantar, y canturreaba todo el tiempo. En la familia se cantaba mucho. Y un día descubrió el rabel. Fue con un disco de Paco Sobaler y Pilar Ahumada, rabelista y panderetera, y cantantes los dos, y los dos iconos de la música tradicional de Cantabria. El sonido áspero y elemental de esa especie de violín, que había servido para acompañar coplas de ciego y noches de pastores, jotas soeces y chirigotas varias, se le aparecía como el instrumento idóneo para acompañar las canciones tradicionales y las que compondría después. Apareció un rabelista campurriano que los fabricaba de conserje en Puertochico, y fue Cristina la que le encargó el primer rabel para regalárselo a Chema de sorpresa a su vuelta de Zaragoza. Luego vendría el de Polaciones y los fines de semana en ese pueblo perdido entre montes, porque había dejado la enseñanza por la función pública, y empezaba el trabajo como investigador del folklore, recopilador y estudioso, y su preocupación por la enseñanza de la música tradicional, como único medio para proteger el patrimonio inmaterial de Santander y Cantabria. 

También fue importante en su vida el encuentro con Joaquín Díaz, que desempolvaba los viejos romances y nos emocionaba a los universitarios progres de entonces. Como él, Chema Puente encuentra en el romancero la columna vertebral de la música y la poesía tradicional, así que cuando se hablaba tanto de los orígenes celtas de la tradición cántabra, Chema lo consideraba una fantasía. Más que ver, decía, tiene con la jota que recorre España, con lo que va y viene de América, con el Sur jándalo. Y como Joaquín Díaz, pone música a los poetas que, dice, “visten la bahía”. Y canta a Jesús Cancio, a León Felipe, a Carlos Salomón. Y encuentra la habanera, que después de todo, de Santander salían y a Santander entraban los transatlánticos con Cuba. 

Y algo más: creo que entendía el trabajo de los intelectuales, y él lo era, como destinado a mejorar la vida de las personas. Así que era un hombre comprometido con lo más cercano, con la asociación de vecinos de Cueto, por ejemplo, o con las causas que han movido a la ciudadanía en Santander, del espigón de la Magdalena al fracasado y absurdo metrobús. 

Porque hay algo que no se ha escrito cuando se nos fue. Y es que Chema Puente era socialista, y un socialista comprometido que estaba en las mesas callejeras donde se repartía información, durante las campañas electorales que hemos vivido juntos. De hecho, cerraba la lista municipal, porque no quería meterse en la liza santanderina, pero sí dejar constancia de quién y qué era. El trabajaba en lo suyo, que es la música y la poesía, la tradición, la historia y la memoria. Sin ceder un ápice de sus ideales ni de su ética.

En la sede del PSOE de Santander hay un Espacio Chema Puente, un mural rojo con ocho versos sueltos de Santander la marinera, que, se reconozca o no, es el verdadero  himno de la ciudad.  

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