La Compañía Trasatlántica cae tras siglo y medio de historia
La Compañía Trasatlántica Española ha sobrevivido a la Guerra de Cuba, a las dos guerras mundiales y a la de España, pero no ha podido superar los cambios que se han producido en la última década en el mercado marítimo mundial. Hace tiempo que los aviones le arrebataron el tráfico de pasajeros entre España y América y los renqueantes fletes de mercancías entre la Península y Centroamérica tampoco justificaban el mantenimiento de las líneas. La compañía fundada por el Marqués de Comillas en 1881 ha quedado en manos de un juzgado mercantil de Madrid, sin más lamentos que el recuerdo de algún nostálgico.
Los trasatlánticos privados que llevaron al Ejército español a la Guerra de Cuba, los que desfilaron en Comillas mientras Alfonso XII celebraba un consejo de ministros en el Palacio de Sobrellano y los que llevaban el correo a Filipinas, en el otro extremo del mundo, han pasado a la historia. Sin ellos no se entenderían los últimos años de las colonias españolas en América y en Extremo Oriente. Tampoco se hubiese producido el enorme flujo de cántabros, asturianos, gallegos y canarios que emigraron al Nuevo Mundo.
Larga decadencia
Todo hubiese sido distinto sin los barcos del Marqués. Una historia de éxito empresarial que hoy hubiese sido estudiada en las universidades más prestigiosas. Pero, salvo la Coca-Cola, ningún éxito dura siglo y medio, y la Trasatlántica hace ya varias décadas que sobrevivía como un demacrado retrato de lo que fue. Tras desprenderse en los años 60 de los últimos barcos mixtos de pasaje y mercancías que hacían el comercio de ultramar –el ‘Guadalupe’ o el ‘Begoña’– la Compañía trató de concentrarse en los tráficos de mercancías con unas líneas entre España y el Nuevo Continente que conocía muy bien, pero nada de eso consiguió detener la decadencia. Sus restos fueron recogidos por el INI en los años 80, a pesar de que ya por entonces el Instituto público había dejado de rescatar los pecios de todos los naufragios empresariales. Más que una concesión a la nostalgia, la decisión del Gobierno estaba motivada por la alarmante pérdida de la flota mercante nacional que se produjo en esos años, al ampararse en banderas de conveniencia o por simple desaparición, a consecuencia de la fuerte competencia de países con costes más bajos o con una fiscalidad más benévola.
En los años 90, cuando resultó evidente que nadie podría revertir la tendencia de las navieras a buscar banderas francas, el INI optó por reprivatizar la compañía y fue adquirida en 1994 por la familia santanderina Pereda, a través de su grupo Naviera del Odiel.
Dos navieras cántabras históricas enlazaban sus destinos, la Trasatlántica, una de las mayores compañías internacionales de finales del XIX y comienzos del XX, y Odiel, que en los años 60 y 70 llegó a tener una importante flota de petroleros.
Pero los mejores años de una y otra habían pasado. Odiel, que en las últimas décadas se había visto afectada por los mismos problemas de costes que el resto del sector, quería mantenerse bajo pabellón español, pero había trasladado el grueso de sus negocios al nuevo y floreciente mercado de los contenedores, con concesiones estratéticas en Algeciras y Valencia que mantenían el negocio. Los barcos que conservaba estaban vinculados a estos tráficos y, aunque llegó a encargar un par de ellos nuevos, su presencia en los mares cada vez fue más testimonial, tanto que, finalmente, y tras la muerte de Antonio Pereda, la familia se vio forzada a vender el grupo y lo que quedaba de la Trasatlántica, cuya mortecina decadencia no habían podido impedir los Pereda en ese postrer intento por revivir algunas de las viejas glorias.
El desencadenante de la crisis
El último propietario de la Trasatlántica fue la sociedad de inversión Lajavi, de Javier Villasante, que oficialmente pagó 7,4 millones de euros por las acciones. En ese momento, la Compañía explotaba líneas regulares entre la Península y Canarias –que en el pasado tuvo una gran relevancia en el transporte de plátanos–, Turquía y Grecia y entre el Norte de Europa y Puerto Rico, pero sin barcos propios.
La familia Pereda había pedido al astillero Barreras, con el que estaba vinculada, la construcción de dos portacontenedores el ‘Ruiloba’ y el ‘CTE Beatriz’, que le costaron 28 millones de euros, pero antes de ser entregados, en 2007 y 2008, ya empezaron a resultar una pesada losa para la compañía, porque el negocio cambió bruscamente. El encarecimiento del combustible y la revalorización del euro, que redujo las exportaciones a América, habían recortado significativamente los ingresos. Tampoco cabía suponer que aparecería un competidor en los fletes mediterráneos, la Mediterrenean Shipping Co. dispuesto a romper el mercado.
Tal conjunción de factores desfavorables cambiaron de forma inesperada las perspectivas y si en 2005 Transatlántica facturó 50,3 millones de euros, en 2006, el último año en manos de los Pereda, apenas ingresó 33,8 millones, con unas pérdidas de 4,7 millones y una deuda que se elevaba a casi 91.
Una historia gloriosa
Los administradores concursales no lo tendrán fácil para resucitar la Compañía Trasatlántica Española, pero saben que en sus manos está la posibilidad de continuar una historia de siglo y medio. Aunque fue fundada en 1881, en realidad era una continuación de los negocios de Antonio López, un emigrante montañés a Cuba, que 30 años antes había empezado a hacer cabotaje en la isla.
En 1854 el fundador ya daba un salto cualitativo sorprendente al formar la compañía Vapores de Antonio López y Cía, para explotar en España la línea entre Alicante, Valencia, Barcelona y Marsella, después de encargar tres barcos a los astilleros escoceses Denny & Bros de Dumbarton, que servirían decenas de buques a la compañía a lo largo de décadas. Tan solo unos años más tarde, el Estado adjudicaba a la emprendedora compañía de López la comunicación postal entre la metrópoli y Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo. El servicio postal lo inició en 1862 con cinco buques: ‘Isla de Cuba’, ‘Santo Domingo’, ‘Canarias’, ‘Cantabria’ y ‘España’.
En dos ocasiones más le fue renovado el contrato estatal a quien obtendría el título de Marqués de Comillas por sus servicios al país, hasta contar con una flota de doce barcos. A mediados de 1881, como consecuencia de la progresiva expansión, pasó a denominarse Compañía Trasatlántica, con sede en Barcelona, donde Antonio López tenía varios socios. Para entonces ya se trataba de una naviera emblemática que paseaba el pabellón español por todo el mundo, ofreciendo viajes regulares a Estados Unidos, Venezuela, Colombia, Argentina, Marruecos y Fernando Poo.
Una gran flota
En 1884 introdujo los barcos con luz eléctrica en una nueva línea a Filipinas y, poco a poco, fue desplazando a la Compañía General de Tabacos de Filipinas, que operaba la zona, hasta hacerse con su control, con sus barcos y, en la práctica, con el monopolio de las comunicaciones postales del Estado español. Trasatlántica pagó por Tabacos de Filipinas diez millones de pesetas, la mitad de ellos en acciones, e incrementó su flota con once buques, uno de los cuales llevaba el nombre del heroico capitan torrelaveguense Baldomero Iglesias.
La flota de la Trasatlántica surcaba las aguas de medio mundo y alcanzó unas dimensiones difíciles de imaginar tras amplarse los servicios a América, Marruecos y Guinea, donde la empresa creó dos factorías de coloniales.
Al rebrotar la Guerra de Cuba, Claudio López Bru, hijo del primer Marqués de Comillas puso al servicio del Estado diez grandes buques de pasaje, que adquirió ex profeso, para convertirlos en transportes de guerra. Fue la primera y única vez que la matrícula naval de Santander tuvo cinco liniers de pasajeros con más de 10.000 TRB cada uno.
La suerte fue adversa para el país y también para la naviera, que perdió seis barcos en aguas del Caribe y de Filipinas, pero, con el nuevo siglo, la Trasatlántica comenzó a recuperarse. Puso en servicio una línea que enlazaba con el Pacífico y otra con Montevideo y Buenos Aires, para la que se encargaron dos barcos que hicieron sensación en la época, el ‘Infanta Isabel de Borbón’ y el ‘Reina Victoria Eugenia’, de 10.400 TRB y 1.500 pasajeros de capacidad cada uno.
Fueron los mejores tiempos. A partir de ese momento comenzó a una lenta y larga decadencia de la Compañía, que se acentuó al fallecer López Bru en 1924 y sucederle su sobrino Juan Antonio López Güell, a pesar de incorporar nuevos barcos y una línea de carga con Norteamérica.
En 1930 la Trasatlántica suprimió el enlace con Filipinas. Dos años después, varios barcos fueron requisados para servir de cárcel, con gran deterioro de la imagen de la compañía. En ese año, además, acabaron sus contratos con el Estado, que nunca más fueron renovados.
A poco de concluir la Guerra Civil española, el Gobierno incautó la empresa, asumiendo en 1943 la presidencia el Conde de Ruiseñada, bisnieto del fundador. Durante su mandato se adquirieron más barcos para las líneas del norte y del Mediterráneo, pero la decadencia era muy difícil de detener. El avión pronto puso fin a los tráficos trasoceánicos de pasajeros, lo que obligó al desguace progresivo de toda la flota a lo largo de los años 50 y 60 y su sustitución por simples cargueros. La compañía con la que emigraron a América centenares de miles de gallegos, canarios, montañeses y asturianos pasó a manos de los Fierro y, más tarde, al INI, donde nunca encontró el hueco adecuado. La compra por la familia Pereda fue más voluntariosa que práctica, porque la vieja y gloriosa Compañía ya estaba sentenciada a quedar para los libros de historia. Los de historia de la navegación y los de la historia de Cantabria.