El otro Leonardo
Hay un Leonardo que todos conocen, Da Vinci, y otro que todos debían conocer, Torres Quevedo. Entre el pintor renacentista italiano y el ingeniero cántabro quizá haya más similitudes de lo que suponemos, porque en ambos la pasión por la ciencia y por inventar les llevó a crear todo tipo de artilugios y a buscar, una y otra vez, la financiación para seguir adelante con sus teorías, que sus coetáneos en ocasiones consideraron extravagantes, pero que el tiempo acabó por considerar pioneras. Manejar un barco a distancia hoy sería considerado un antecedente de los drones teledirigidos y el autómata que juega al ajedrez, un antecesor del Deep Blue y de la informática. Las numerosas y complejas calculadoras mecánicas de Torres Quevedo, que convierten operaciones algebraicas en físicas son claramente un antecedente de los ordenadores y su código binario para el telemando anticipa la que, algunas décadas después, sería otra de las bases de la informática, por no hablar de sus aerostatos civiles y militares o de sus transbordadores, alguno de los cuales ha sobrevivido hasta hoy.
Que en 2012, con motivo del centenario de su ajedrecista automático, Google le dedicara el logo de ese día al ingeniero nacido en Molledo Portolín en 1852 es una deferencia que ha tenido con muy pocas personas. Indica que, desde la Cantabria profunda y en una época en la que las comunicaciones sólo eran posibles a través de las cartas, se pudo empujar el desarrollo del mundo de una forma decisiva. Torres Quevedo era un avanzado en muchas materias, desde su defensa del esperanto como idioma universal al convencimiento de que se podrían fabricar autómatas con capacidad de elegir entre varias opciones, basándose en la información previamente almacenada, algo que parecía escandaloso en una época en la que las máquinas únicamente eran vistas como un auxilio para tareas repetitivas.
Él mismo tuvo que fabricar muchos de los prototipos para convencer a los que dudaban. Así nació el telekino, la máquina que era capaz de mover una embarcación a distancia, con un doble y espectacular avance técnico, ya que unía los servomotores que automatizaban la nave al telecomando sin cables, gracias a las ondas de radio (el primer sistema wireless). Es fácil entender el asombro de quienes lo vieron, entre ellos el Rey de España, que fue invitado a una de las demostraciones.
Con el telekino, Torres Quevedo inventó el primer mando a distancia del mundo, ya que su autómata ejecutaba órdenes a través de las ondas hertzianas. Cada señal de radio hacía avanzar un paso a una rueda dentro del telekino; según el número de señales recibidas, un conmutador actuaba sobre un circuito determinado y con ello se efectuaba la maniobra correspondiente. Un mecanismo retrasaba la orden sobre el conmutador hasta recibirla completa y otro automatismo lo hacía volver la posición inicial. Además, un dispositivo de seguridad paralizaba el motor si se producía avería o no se recibían señales durante un determinado tiempo, para evitar la pérdida del aparato dirigido.
Con su mando a distancia pudo haber anticipado la guerra moderna, de encontrar la financiación que necesitaba para aplicar su invento a proyectiles y torpedos, tal como pretendía. De hecho, su primera intención fue telecomandar aviones de pruebas, cuyos riesgos impedían pilotos en muchas ocasiones.
Hijo de un ingeniero bilbaíno de ferrocarriles casado con una montañesa que, como consecuencia de su trabajo, casi nunca podía permanecer en su casa de Santa Cruz de Iguña, Leonardo Torres Quevedo creció en un ambiente de devoción por la ciencia. Después de estudiar en Bilbao y en París, entró a trabajar en la misma empresa que su padre, un empleo que dejó pronto, para dedicarse a los muchos campos que despertaban el interés de su mente.
En Bilbao se había alojado en casa de las hermanas Barrenechea, unas parientes acomodadas que, a su muerte, le legaron su fortuna, lo que le permitió independencia suficiente para financiar las investigaciones que le apetecían, que no fueron pocas ni baratas, aunque muchas de ellas se quedaran sin un desarrollo industrial en una España poco proclive a este tipo de aventuras empresariales.
El transbordador, de Molledo al Niágara
Gracias a la herencia recibida de las señoritas Barrenechea, Torres renunció a su trabajo en los ferrocarriles para viajar por el extranjero y comenzó a repartir su residencia entre Madrid, Bilbao, París y el Valle de Iguña, donde en 1885 se casó con Luz Polanco Navarro. Allí empezó a desarrollar sus modelos de transbordador que le han dado popularidad, aunque sus aportaciones científicas más importantes estén en otros campos.
En su casa de Molledo construyó, en 1887, un prototipo de tracción animal para salvar un desnivel de unos 40 metros. El tendido tenía unos 200 metros de longitud, con una silla a modo de barquilla y una pareja de vacas tiraba de los cables. El experimento le permitió probar un sistema más seguro (de múltiples cables) del que se usaba hasta entonces y con ello solicitó ese año su primera patente, la de un transbordador capaz de ser utilizado no solo para el transporte de mercancías sino también de personas.
Suiza estaba embarcada en un programa de de inversiones en transportes aéreos para conectar sus poblaciones de montaña y Torres Quevedo se presentó allí con su innovación, que no fue aceptada. Decepcionado, volvió a las máquinas algebraicas. No obstante, en 1903, para evitar que le caducase la patente preparó varios proyectos de transbordador para San Sebastián y Zaragoza y en 1907 logró que se construyese el primero de ellos, apto para el transporte público de personas, en el Monte Ulía en San Sebastián. Un ingenioso sistema múltiple de cables garantizaba que no hubiese accidentes, ni siquiera en el caso de que se rompiese alguno de los cables de soporte. Más tarde vendrían otros, como los de Chamonix, Río de Janeiro o el del Niágara, cuyo centenario se ha cumplido el 8 de agosto y que continúa en uso con toda normalidad.
El popular y cinematográfico funicular une dos puntos de la orilla canadiense del río Niágara separados 580 metros con una suspensión original. En lugar de tender un cable fijo, el ingeniero cántabro decidió anclarlo únicamente en un extremo. En el otro, descansa sobre una polea y lleva en su extremo un contrapeso, de forma que la tensión del cable es constante, por mucho que varíe la posición de la barquilla, y es muy difícil que se rompa. Como además tiene seis cables paralelos, si se rompiese uno de ellos –algo que nunca ha sucedido– el peso que soporta se reequilibraría entre los restantes sin mayores consecuencias.
El Spanish Aerocar, ahora llamado Whirlpool Aerocar (por el nombre del recodo del río) es una de las incursiones industriales más notables de España en el exterior, ya que la fabricación y la compañía que se creó para explotarlo también eran españolas. Transporta 35 pasajeros en cada viaje y durante la temporada alta lo utilizan entre 1.200 y 1.500 turistas cada día, que pagan unos 15 dólares por la experiencia de sobrevolar el Niágara durante 8 minutos a una altura media de 76,2 metros.
Innovaciones en los dirigibles
Bastante antes de ser conocido por este proyecto, desarrolló, en colaboración con Alfredo Kindelán, un nuevo modelo de dirigible, al que el inflado convertía en autorrígido, que solucionaba muchos problemas de los primeros diseños rígidos del conde Von Zeppelin, y permitía llevar la barquilla de una forma más estable. En una versión posterior le daría aún mayor seguridad, al repartir el gas en un sistema de tres lóbulos. Desde entonces, todos los dirigibles construidos están basados, de una u otra forma, en las mejoras de Torres Quevedo, incluido el revolucionario Airlander 10 actual, que ha comenzado sus pruebas en Gran Bretaña.
En vista del escaso interés que había en España por su dirigible, Torres le vendió los derechos de su fabricación en el exterior a la empresa francesa Astra. Esos dirigibles fueron utilizados por Francia e Inglaterra en la I Guerra Mundial, donde se enfrentaron con éxito a los Zeppelin alemanes, al ser más rápidos y versátiles.
Convencido de que podía crear la primera aeronave que cruzase el Atlántico, desarrolló un gran dirigible, que denominó ‘Hispania’, con el fin de conseguir esa proeza para el país, pero el país no parecía muy dispuesto a financiarla y poco después unos aviadores británicos consiguieron conectar Europa y América con un aeroplano.
En realidad, Torres Quevedo hizo aportaciones a la ciencia mucho más importantes, como sus máquinas electromecánicas de cálculo, que anticiparon los actuales ordenadores, entre ellas el autómata denominado El Ajedrecista, en el que decidió plasmar sus avances, para convencer a sus coetáneos de las posibilidades que tenían las máquinas en la resolución de problemas.
Su primer Autómata Ajedrecista, de 1912, anticipaba, además de la automática, la cibernética y la computación. Era el primer ordenador capaz de procesar información y actuar en consecuencia, mediante relés activados por estímulos eléctricos. Ejecutaba el mate de rey y torre contra rey, fuesen cuales fuesen los movimientos del contrario humano y, en otro alarde más de anticipación a los videojuegos, era capaz de pronunciar de manera muy audible las palabras jaque o jaque mate.
Torres ya había sorprendido cuando en 1893 presentó un estudio sobre las máquinas algebraicas y, siete años más tarde, la forma de establecer relaciones entre las matemáticas y la realidad física de una máquina que podía representar el resultado, a través de un conjunto de mecanismos y discos giratorios sinfín.
Pero no solo es el padre de un gran número de esas máquinas que anticiparon las calculadoras, también creó el concepto de coma flotante, decisivo posteriormente, o la base de los futuros ordenadores, con su aritmómetro, que incorporaba una máquina de escribir para introducir los comandos y ofrecía la solución en otra máquina de escribir conectada a la salida de datos. Incluso diseñó un puntero para que los profesores pudieran señalar sobre las filminas en sus exposiciones sin tener que ponerse ellos delante, tapando parte de la diapositiva e incluso un proyector de diapositivas mejorado.
Leonardo Torres Quevedo desarrolló otros muchos instrumentos técnicos específicamente diseñados para las necesidades de investigación de laboratorios españoles, como los micrótomos panorgánicos de congelación, especialmente ideados para obtener secciones de centros nerviosos, o instrumentos electromecánicos como el estalagmógrafo, pensado para medir el goteo de un conducto (una vena o arteria) en un intervalo de tiempo, desarrollado a instancia de Juan Negrín para su uso en el Laboratorio de Fisiología de la Residencia de Estudiantes. Un sin fin de máquinas que se pueden ver en el Museo de la Escuela de Caminos de Madrid y, algunas de ellas, en la exposición temporal que se le ha dedicado este verano en la Biblioteca Central de Cantabria.