¿Es un país tan desastroso?

Entre tanta gestualidad de quienes gobiernan y quienes lo pretenden, nos vemos obligados a digerir una triple crisis: sanitaria, económica y política. Las dos primeras son una desgracia pero la tercera es directamente una ofensa. Ningún país la ha tenido (incluso en aquellos en los que objetivamente se ha gestionado peor) y no nos la merecemos. En un terreno de juego tan embarrado, donde las víctimas, además de serlo, han sido utilizadas sin ningún respeto, hemos acabado por generalizar la sensación de que somos un desastre de país y eso es lo que hemos estado transmitiendo semana tras semana a nuestros clientes, esos visitantes que cada año nos aportan un 14% del PIB. ¿Quién va a querer ir a un lugar tan calamitoso como exponen los cronistas, donde no hay mascarillas, no hay respiradores, no se sabe contar a los muertos y se abandona a los ancianos de las residencias a su suerte?

Afortunadamente, España no es eso y afortunadamente los visitantes lo saben, porque la campaña autodestructiva en la que con tanto entusiasmo nos hemos metido no solo no invita a volver a ninguno de los 87 millones de personas que vinieron el año pasado. Invita a que nos vayamos inmediatamente los que estamos.

En realidad, el país ha respondido de una forma admirable a un problema que no tenía precedentes, porque nunca antes nadie había tomado la decisión de paralizar todas las actividades durante semanas. De las anteriores epidemias no tenemos más memoria que la vaga idea de que se morían irremisiblemente por cientos de miles o por millones, porque no se podía hacer nada. Esta vez, con recursos ingentes, han muerto por decenas de miles, lo que resulta objetivamente un fracaso, pero no solo de España. Todos los países (salvo los gobernados por populistas) han seguido las directrices de comités científicos y, a la luz de lo ocurrido, tampoco pueden sentirse muy satisfechos.

La población ha respondido de manera ejemplar; los sanitarios han actuado como héroes, las empresas se han enfrentado a una situación dramática y el Estado ha acudido al rescate con un aluvión de recursos, a los que se han sumado autonomías y ayuntamientos. En un país que acumulaba ya una deuda más que preocupante, la Administración se ha hecho cargo de más de 3 millones de trabajadores, para dejar respirar a sus empresas que se habían quedado sin ingresos o casi; está pagando un salario mensual a los autónomos; ha concedido créditos sin garantías a todas las pymes que se lo han pedido; ha aplazado impuestos…

Ha sido un esfuerzo gigantesco y, si finalmente, las ayudas de la Unión Europea nos resarcen de gran parte de estos gastos tendríamos que sacarla en andas. Pero en esta España que ha pasado de milagrera a superescéptica y olvidadiza, algunos volverán a preguntarse muy pronto para qué vale la Unión Europea, y volverán a tacharla de mezquino negociete de mercaderes. Los mismos que, si fuesen daneses u holandeses, se negarían a regalar miles de millones a los vecinos del sur, y de la misma familia que quienes consideran las vacunas una imposición del lobby farmacéutico pero no rechazarán ponerse –si aparece– la del Covid.

No todos han respondido a la enorme generosidad de los sanitarios, de nuestro sistema público y de nuestros socios europeos. Muchos han seguido azuzando la desazón, lo único que vende periódicos en estos tiempos. Y otros, como algunos sindicatos y funcionarios, han decidido permanecer en un mundo ideal, en el que alguien tiene la obligación de pagarte y tú la de hacer cada vez menos explicable por qué. En la entrevista con el consejero de Innovación que se publica en este número, Martín ha eludido entrar en un episodio lamentable que se ha producido en su Consejería. Las ayudas a los autónomos se han retrasado semanas porque algunos sindicatos se negaron a que echasen una mano en las tramitaciones cientos de funcionarios que estaban cobrando su sueldo íntegro en casa durante el confinamiento, a pesar de no hacer ningún trabajo presencial ni telemático.

Una decisión insolidaria con los muchísimos autónomos que se han quedado sin ingresos –y quizá sin negocio–, intolerable en cualquier empresa privada y que demuestra hasta qué punto es imprescindible reformar la Administración. Ha habido que aprobar una ley para obligarles a hacer el trabajo. Eso también debería pasar a la historia de esta pandemia, pero los que pretenden escribirla no están interesados en estas cuestiones. Su objetivo es otro.

Alberto Ibáñez

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