Editorial

Es una tontería defender la conveniencia de bajar los impuestos precisamente ante los mayores defensores de esta teoría, que son quienes ahora mismo gobiernan. Por tanto, lo que habría que defender es la coherencia. No podemos soportar una subida desmesurada del IBI, con una revalorización disparatada de los valores catastrales mientras los precios de mercado se desploman. El catastro siempre tuvo como filosofía no sobrepasar la mitad del valor real de las viviendas, para no verse sometido a las tensiones de precios y, conscientes de ese bajo valor, se establecían unos tipos fiscales relativamente altos. En el momento en que cambia la filosofía de la base de cálculo, esos tipos tan elevados dejan de tener sentido, excepto para los ayuntamientos que se aprovechan de la circunstancia para engordar sus ingresos con la única exacción que no depende de la actividad real del contribuyente. Le vayan bien o mal las cosas, por su casa cada vez paga más, mucho más.
Si de esta forma se resolviesen de una vez los problemas económicos del Ayuntamiento de Santander y de algunos otros, al menos nos cabría la satisfacción de que nos habíamos quitado de encima una losa histórica, que arrastramos desde hace más de veinte años y que le impide afrontar cualquier inversión. Pero lo más que va a conseguir es reducir la deuda a la mitad en 2020 y eso en el mejor de los casos, porque los datos del Ministerio de Economía a día de hoy indican lo contrario. El problema, como ocurre en el Gobierno regional, no es que se gaste demasiado, sino que los costes de estructura son imposibles de asumir. Una vez privatizadas las basuras, el agua, los jardines, la redacción del planeamiento, el cobro de impuestos y un larguísimo etcétera, y reducida al mínimo la reposición de jubilados, al Ayuntamiento de Santander le siguen quedando 1.200 trabajadores. Una cifra incomprensible en una época en la cual las empresas han reducido drásticamente sus departamentos administrativos, porque la informática y las tramitaciones electrónicas facilitan extraordinariamente estos trabajos.
Lo mismo ocurre en la Administración regional, donde no se va a invertir en carreteras durante toda una legislatura, pero ese departamento sigue teniendo docenas de trabajadores. Ni siquiera podemos cambiarles a otro distinto, con lo cual no se sabe muy bien si lo que estamos haciendo es un ahorro o un despilfarro.
Después de cinco años de crisis hemos llegado a una situación de colapso. Ni se puede seguir recortando en inversiones y ayudas, porque ya no queda de dónde, ni se puede seguir con semejante presión fiscal, porque, para colmo, se recauda menos. Hay muchas cosas que hacer para las que no se necesita dinero pero sí hay que tener ganas y coraje. Por ejemplo, repensar las tareas administrativas o introducir factores de flexibilidad interna que permitan trasladar trabajadores a servicios donde realmente se necesitan, como aquellos que los ayuntamientos se van a ver obligados a abandonar. Y no deja de ser curioso que la reforma de la Administración se haya quedado al margen de los cientos de medidas correctoras que se han adoptado en estos años. ¿Tan incómoda resulta para todos los partidos?
Con una mayoría absoluta como tiene el PP, con una sorprendente disciplina social ante la adversidad y con una crisis tan demoledora, o se hace ahora esa reforma o no se hace nunca. Las administraciones públicas no tienen capacidad para generar los recursos que necesitan para autoalimentarse y probablemente no la tendrán nunca más, porque gran parte de esos ingresos llegaban por vías no recurrentes, como las licencias de obras o las plusvalías que no volverán. Si no ha llegado el momento de adaptar una administración de diseño napoleónico a la era digital es que la vida real y la Administración llevan caminos cada vez más divergentes. Quizá cuando se reencuentren ya no se conozcan.

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