Editorial
El control de la inteligencia social deja de funcionar cuando todos comparten opinión. En ese caso, el colectivo no sólo no sirve de contrapeso sino que puede acabar de consumar el desastre. Si la burbuja inmobiliaria llegó donde llegó no fue solo por la Ley del Suelo de Aznar o por la decisión de Zapatero de mantener la subvención a la segunda vivienda. Ni siquiera por la desvergüenza de los alcaldes que convirtieron las licencias en un negocio de pícaros. Fue porque a todo el mundo le convenía. Para el promotor era un negocio extraordinariamente rentable y cuantas más facilidades le diesen a él para construir y al cliente para endeudarse o desgravar, mejor, porque eso, además, le permitía subir el precio. Para el comprador, cualquier precio era bueno si sabía que unos meses después valdría más. Para el propietario de cualquier vivienda era estupendo saber que su patrimonio aumentaba sin hacer nada. Al dueño de una finca urbanizable por fin se le presentaba la oportunidad de pasar de ganadero a potentado. Para el banco o la caja de ahorros era un momento de éxtasis, ya que cada vez concedía más créditos y por mayor importe, con unas garantías aparentemente muy sólidas, dado que los bienes hipotecados en el futuro valdrían más. Los ayuntamientos se habían convertido en el Rey Midas: si en lugar de autorizar una vivienda en una parcela autorizaba seis, multiplicaban la riqueza. Al Estado también le tocaba en el reparto. Todo el mundo feliz. El único perjudicado era el comprador que no tuviese otra vivienda previa que poder vender, ya que el umbral de entrada en un mercado tan encarecido era realmente inaccesible. Pero también se hacía cómplice del negocio; aunque se tuviese que endeudar hasta la jubilación, aquello que compraba cada vez valdría más.
Era el clásico juego de la pirámide, en el que todos ganan (unos más que otros, por supuesto) hasta que deja de entrar dinero fresco por la base. En ese momento todo se derrumba, y eso es lo que pasó. La inteligencia colectiva había desaparecido ante la coincidencia general de intereses, ya que ricos y pobres, izquierdas y derechas, empresarios y trabajadores parecían ir en el mismo barco.
Ahora, el barco está más o menos como el ‘Costa Concordia’ y seguimos sin haber cambiado de idea sobre cuál debe ser el rumbo de nuestro país. En el fondo, todos aspiramos a que alguien nos vuelva a poner a flote y reemprender la ruta que llevábamos. Nos gustaba el barco, se vivía bien en él, y lo queremos tal cual, por mucho que sepamos que antes o después volverá a irse a pique.
Nadie propone otro modelo económico ni nos ha explicado con qué vamos a sustituir el peso que tenía la vivienda en el PIB y todos sus arrastres sobre otros sectores. Los proyectos alternativos que nos presentan, como los de Invercantabria, no dejan de ser una aspirina cuando lo que se trata es de curar una pulmonía y casi siempre vuelven a la manida fórmula del turismo, del que probablemente ya no quede mucho que ordeñar.
Y mientras esperamos que de esa inteligencia colectiva salga algo más que la idea de volver a coger el mismo barco, alimentamos a la tripulación de tinieblas sobre su futuro, zarpazos sobre su modo de vida anterior y de concursos, pero no de los que sirven para adjudicar obras, sino de los que cada día acaban con una empresa cántabra en el Juzgado Mercantil. A este paso, ni ideas, ni barco, ni tripulación y basta fijarse en la cola de los aplazamientos de Hacienda para saber que el segundo semestre del año va a ser aún más dramático.
A falta de algo mejor a lo que agarrarnos, empezamos a suspirar por un piadoso engaño. Vienna (Joan Crawford) le pedía a Johnny Guitar, “miénteme… Díme que me quieres”. Nosotros también lo necesitamos: “Mariano… dínos que tienes una idea para salir pronto de esta”.