Editorial

¿Por qué es tan importante conseguir el poder en la CEOE y en la Asociación de la Prensa, donde los cargos no son remunerados, o en la Universidad, donde la única ventaja, si la hay, es librarse de dar clases? Aparentemente, por la satisfacción de alcanzar un éxito personal, al que todo el mundo tiene derecho, aunque eso se entienda mal en una cultura donde cualquier ambición está estigmatizada. Hasta la llegada de la democracia, muchos de los cargos públicos sostenían indefectiblemente, al tomar posesión, que asumían ese sacrificio por sentido del deber –como si en lugar de conducirles a la poltrona les llevasen al patíbulo– y siempre dejando entender que no había sido por postulación propia, sino por la imposibilidad de soslayar el empeño que otros tenían en nombrarles.

Nos hemos quitado muchos complejos y muchas retóricas de esa época, pero no ese, el de presentarse con un mensaje tan diáfano como el de quiero ganar porque me encantaría ocupar ese puesto. En España lo evidente sigue siendo políticamente incorrecto, si bien es cierto que muchas veces los candidatos son forzados por su entorno a concurrir (aquí hay varios casos) y ese entorno puede estar más empeñado en ganar que quienes realmente se presentan.

Este galimatías de medias verdades que el votante no puede alcanzar a interpretar se aclararía un poco si los programas sirviesen para algo. Pero ni el más cándido se lo cree a estas alturas. A la vista de lo que se han esforzado los candidatos de la CEOE en sus propuestas resulta evidente que a todo el mundo le daban lo mismo. Lo que se votaba era otra cosa. Por eso es llamativo que algunos de los derrotados pretendan mantener la tensión haciendo hincapié en las diferencias notorias de filosofía entre ambos. ¿En qué? ¿En las salidas a la crisis? ¿En los servicios a las empresas? ¿En la relación que debe mantener la CEOE con el Gobierno o con los sindicatos? Si algún exégeta encuentra tales diferencias al analizar los programas que lo diga, porque la única sustancial parece estar en la condición de amigo o enemigo de Mirones. En resumen, que hemos perdido el tiempo, porque todo está igual que hace un año. Para algunos, ni sirvió que se fuese Mirones, ni el despido de Díaz de Villegas, ni el nombramiento como presidente provisional de un hombre ecuánime como Alfredo Salcines, ni que éste diese entrada a la Tercera Vía en el Comité Ejecutivo. Ni siquiera va a servir la convocatoria de elecciones y el que los propios asociados hayan dicho con sus votos lo que piensan.

Si en el momento más crítico para los empresarios y para los periodistas, que hemos perdido un 40% de los empleos, nuestros problemas principales se centran en quién dirige la CEOE o la Asociación de la Prensa; si en el PSOE se forman las coaliciones más inverosímiles que pudieran imaginarse con tal de mover el árbol y si en la Universidad lo que determina el voto es el dinero que consigue cada departamento, estamos aún peor de lo que creemos. O merecemos pasar por el diván del psicoanalista o pensamos que el control de un órgano profesional es el último clavo ardiendo al que agarrarnos, con el fin inconfeso de sacar algo.
Lo peor es que tanto desasosiego sea sólo un síntoma de un malestar social que inflama cualquier pequeña rivalidad y que va a más a medida que crece el desaliento. Si es así, alguien tendría que procurar relajar los ánimos, por el bien de todos.

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