Para lo malo, no
La admonición sobre el peligro de que se vean cumplidos nuestros sueños no es tan cínica como parece. Las autonomías, que hace tres meses calificaban de dictadura el control del Gobierno sobre los movimientos ciudadanos a consecuencia del estado de alarma desean ahora fervientemente que se vuelva a hacer cargo de la situación, para evitarse una decisión tan incómoda como la de declarar un nuevo confinamiento en su territorio y desnudar así su mala gestión. ¿Qué presidente autonómico se atreverá a ser el primero en encerrar a todos sus ciudadanos, por mucho que los rebrotes locales se multipliquen o la situación hospitalaria se descontrole?.
Discutir a estas alturas si las autonomías son buenas o malas solo genera frustración, como todas las discusiones sobre lo que no puede cambiarse. Si en España hay 17 gobiernos para decidir en materia de sanidad, en EE UU tienen 50 y en Alemania 16, y allí nadie se lleva las manos a la cabeza. El problema no es de número ni el haber creado una estructura administrativa que no podemos pagar (ese es un debate para otra ocasión), el problema es que se comporten como niños, incapaces de asumir las decisiones difíciles, porque tienen demasiado cerca a los afectados, un problema que se agrava aún más en los ayuntamientos.
En los años 80, el Gobierno socialista comprobó que el sistema administrativo creado por la Constitución generaba un problema de fondo. El gasto autonómico crecía mucho más deprisa que el estatal, lo que daba lugar a desequilibrios financieros cada vez más graves en las comunidades, que les llevaba a reclamar insistentemente a Madrid nuevos recálculos del reparto. Las autonomías estaban encantadas de gastar y lo hacían como si no hubiera un mañana, porque no tenían la obligación de recaudar, salvo algunas minucias.
Quien ponía la cara para sacarle los cuartos al ciudadano era el Estado, que luego entregaba parte a las autonomías y ayuntamientos, que también hicieron todo lo posible por desentenderse del asunto, tras una experiencia muy mala. Cuando Borrell, como secretario de Estado de Hacienda, accedió a que, para salvar la crítica situación de los municipios, pudiesen establecer un recargo sobre el IRPF de sus vecinos, Hormaechea, alcalde de Santander (una de las ciudades más endeudadas del país) no tuvo más opción que imponerlo y las críticas fueron inmediatas, aunque algunas no saliesen a la luz, como la del abuelo de la actual presidenta del Banco Santander, que se empadronó en Madrid, y no por diferencias políticas, porque él mismo había tenido mucho que ver en la designación de Hormaechea como alcalde.
Los ayuntamientos endeudados enseguida abandonaron el recargo, que les causaba un conflicto permanente con los vecinos, para exigir a Madrid la refinanciación que necesitaban, lo que el propio Borrell acabó aceptando.
Las autonomías, que surgieron un poco más tarde, también llegaron más tarde al colapso y el Gobierno de la nación decidió que la única forma de meter su gasto en cintura era comprometerles en la recaudación, pero, como ya ocurrió con los ayuntamientos, la corresponsabilidad fiscal que consiguió fue tan escasa que le pasa desapercibida al ciudadano, porque es la Agencia Tributaria Estatal la que sigue gestionando los impuestos de importancia, salvo en el caso de una herencia o la compra de una vivienda.
Las autonomías nunca han dado la cara y, cuando irremediablemente han de hacerlo, como ocurre en el Impuesto de Sucesiones, procuran vaciarlo de contenido.
Como en los matrimonios, las competencias se reciben para lo bueno y para lo malo, por lo que esa actitud infantil de pedir todas las competencias sobre las decisiones que permiten lucirse y, en cambio, eludir todas las que resultan ingratas o comprometidas, demuestra que las autonomías siguen a falta de un hervor, y más en estos momentos de tensión política y demagogia, en los que siempre habrá algún partido que prometa la luna y dé por sentado que, con quitar el sueldo a los políticos ya hay dinero de sobra para todo lo demás.
La pandemia debiera haber sido la oportunidad para reencauzar la vida política española por un camino más sosegado. No lo ha sido y quizá ahora, cuando todos los partidos están ya salpicados por el barro, al verse obligados a gestionar una enfermedad que nadie sabe resolver, acaben por hacerse a la idea de que tenemos bastantes problemas como para que ellos añadan más.
Alberto Ibáñez