Amazon llama a la puerta
Por Alberto Ibáñez
Llaman a la puerta de casa un domingo a las 15.30. Sorprendentemente, es un repartidor. Entrega un paquete que contiene una minúscula pieza de guitarra. –¿Pero un domingo y a estas horas se hacen entregas? Pregunta de completo ignorante en estas lides, porque la respuesta del destinatario da por sentado que es lo natural: –Esta mañana ya trajeron otro paquete.
–¿Y cuánto cuesta?
–¿La pieza? Euro y medio, porque la compré en China.
– No, el envío.
– Nada.
–¿Y por un euro y medio compras el producto en China, lo localizan en un almacén, lo embalan, lo traen a Santander y te lo entregan en casa en un festivo?
No hay respuesta, porque para el comprador lo extraño es que alguien se plantee esa pregunta, no el precio ridículo que paga por todos esos servicios. Para al menos una generación, es lo normal. Más que comprar en la tienda de la esquina, donde, por otra parte, no podrían encontrarlo.
Comprar forma parte del catálogo de libertades históricas. Pocas sociedades lo han restringido, y cuando lo han hecho, como la España franquista de la autarquía, es por motivos prácticos, ya que en un país que no generaba divisas no podía permitir que los ciudadanos las consumiesen en importaciones no estratégicas.
Las restricciones solían venir por la vía arancelaria, encareciendo artificialmente la entrada de productos foráneos, una práctica que ha ido desapareciendo del comercio mundial por ineficaz, aunque Trump se empeñe en lo contrario. Pero al igual que resultaría una tontería reimplantar estas tasas en frontera, es igual de estúpido aceptar mansamente que las grandes multinacionales del comercio online se hagan con todos los mercados a través del dumping fiscal y comercial. Perseguimos a las cadenas de supermercados que venden leche a precios sospechosamente bajos, por el daño que hacen a los productores, pero a nadie se le ocurre exigir que Amazon o AliExpress expliquen la estructura de costes que puede dar lugar al ejemplo que encabeza este escrito, para defender a los comerciantes locales. Por mucho que abarate los costes, ninguna compañía del mundo puede ofrecer por euro y medio un producto, un cuidadoso embalaje que defienda su fragilidad, el envío desde el extranjero y la entrega domiciliaria, que en ocasiones hay que repetir, porque no hay nadie para recogerlo.
¿Algún organismo ha analizado la estructura de costes que permite regalar los envíos?
Cualquier compañía española de reparto sabe que su coste por entrega es mayor de lo que en este caso cobra Aliexpress por el producto y el servicio completo. Por tanto, la multinacional (ocurriría lo mismo con el Amazon premium) está trabajando a pérdida, algo que la ley impide y que debería ser perseguido. Que lo sea es mucho más dudoso, porque hay que recordar que ni siquiera hemos conseguido que paguen impuestos en el país, un problema que no solo afecta a España.
Las pocas estrategias que han puesto en marcha las administraciones para salvar el comercio local (o lo que queda de él) son absolutamente inútiles, como se verá a partir de este mes, cuando se produzcan cierres masivos. Las campañas de publicidad para fomentar la compra de proximidad no pasan de ser bienintencionadas y las ayudas monetarias pueden servir para salvar las cuentas de un mes, pero no van a mantener un negocio, que necesita un volumen mínimo de facturación que ninguna subvención puede compensar. Solo funciona la muy generosa subvención que apoya la venta de automóviles, porque ofrece varios miles de euros por comprador, lo que puede llegar a suponer cantidades millonarias para algunos establecimientos. Todo lo demás no va a curar nada y aliviará poco.
Resultaría mucho más eficaz controlar las prácticas comerciales ilícitas de esas multinacionales de la venta online, que pueden perder dinero con muchos pedidos pequeños a cambio de hacerse dueñas y señoras de mercados enteros. Para los jóvenes –y no tan jóvenes– ya son prácticamente su única referencia y es muy difícil que quienes se han acostumbrado a comprar desde su ordenador se readapten con el tiempo al comercio de calle. En otros segmentos de edad menos digitalizados, el confinamiento echó una mano decisiva a los gigantes del comercio electrónico, al animar a muchas personas que hasta ahora no compraban por internet a hacerlo.
Todos los planetas parecen alineados a su favor y ningún partido político, ni siquiera aquellos a los que se les llena la boca con su supuesto compromiso con los autónomos, han mostrado interés alguno en fiscalizar estas compras online. Tampoco las asociaciones de comerciantes, hay que reconocerlo. Ni siquiera la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, que tantos expedientes ha levantado para sancionar otras prácticas ilegales, como los acuerdos de precios entre empresas competidoras.
Y mientras tanto, seguiremos recibiendo cada día millones de paquetes de productos fabricados en lugares lejanos a precios irrisorios e interiorizaremos que es la ineficiencia de nuestros fabricantes y comerciantes la que les condena al cierre. De ser así, probablemente habría que sacar la conclusión de que ninguno de nosotros somos competitivos, porque directa o indirectamente formamos parte de esa estructura productiva, pero la realidad es que hay factores que hacen imposible esa competencia, como un Impuesto de Sociedades que Amazon no paga, o esa política de envíos internacionales gratuitos que no es otra cosa que un dumping.
Cuando alguien se decida a perseguirlo quizá no quede ningún comercio en España para beneficiarse de esa nueva igualdad de condiciones, también teórica, porque es ilusorio suponer que, en cualquier carrera, una tienda y Amazon coincidirán más allá del punto de partida.