Escándalos que tapan escándalos
Los problemas que para una persona son abrumadores otras parecen llevarlos sin agobios. Probablemente esté relacionado con la capacidad para establecer jerarquías a la hora de abordarlos y mucho de lo que ahora está ocurriendo en España es producto de una estrategia decidida a añadir cada semana un nuevo escándalo en la coctelera de la catástrofe que hace que al final todo se quede en ruido. Al monotema Covid, que por sí solo basta para amargarnos la vida a todos, se le ha sumado a lo largo del año toda una escandalera de asuntos de segundo o tercer orden, que buscaban el estrellato y han acabado por inmunizar la piel de los españoles.
Con unos medios de comunicación que, hundidos económicamente tratan de salvarse aplicando a el forofismo que hasta ahora solo se admitía con el deporte, en enero lo más importante del mundo era el pacto, que calificaban de ignominioso e inconstitucional, de Pedro Sánchez con Podemos y la abstención de ERC y Bildu para alcanzar la presidencia. En febrero fue el caso Delzy. Por motivos que los españoles nunca llegamos a entender del todo, era vital saber si la vicepresidenta venezolana durante su escala en el aeropuerto de Barajas pisó o no pisó suelo español y de qué habló con el ministro Ábalos. En marzo, el tema estrella fue obviamente, la manifestación del 8M en Madrid y la posibilidad de que fuese el detonante de la pandemia (del resto de las que hubo en el territorio nacional no se dijo nada). Tampoco del millón de personas que cada día se apretujaban en el Metro de Madrid.
En abril el escándalo fue la insuficiencia de Epis; en mayo, las mascarillas y otros productos importados fake, es decir, que no ofrecían garantías del 100% (muchas de las que se venden ahora tampoco, por cierto). En mayo se pasó de la complacencia con el confinamiento a acusar al Gobierno de una deriva dictatorial por mantener las restricciones a la movilidad y no dejar la gestión de la enfermedad en las autonomías. Curiosamente, en julio, cuando los datos de contagios en Madrid se dispararon, la polémica pasó a ser exactamente la contraria, la negativa del Gobierno central a reasumir la responsabilidad en la gestión de la enfermedad.
En agosto, otro plato exquisito para los polemistas: la salida del país del rey emérito con destino desconocido tras revelarse el multimillonario regalo a Corinna Larsen y sus cuentas en el extranjero. La exigencia en la que coincidían tanto los medios informativos como los partidos de la oposición era su localización y vuelta inmediata a España del exmonarca, algo de lo que, como en todas las demás polémicas, se olvidaron al mes siguiente.
Cuando más se necesitaba el liderazgo, en España hemos puesto en crisis todas las instituciones
Y es que en septiembre ya había otro asunto Real –de Rey– con el que entretenerse y vender periódicos: la decisión del Gobierno de que D. Felipe no participase un acto de toma de posesión de nuevos jueces que se celebra en Barcelona, por la proximidad con el 1-O. Lo que para unos era un ataque inaudito de Sánchez a la monarquía para el Gobierno se trataba de justo lo contrario, de defenderla evitando su presencia en Cataluña en un momento caliente. En octubre, la tinta ya se empleaba en otro asunto, el golpe en la mesa de PSOE y UP con un proyecto para reducir la mayoría requerida para elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, y saltarse de esta forma el bloqueo del PP que impide la renovación desde hace dos años.
A estas polémicas principales se le unen muchas otras secundarias, como la confirmación de la sentencia de Bárcenas o los mil y un casos judiciales surgidos de la oscura cueva policial de Villarejo. Demasiado material a procesar para el español medio, al que a estas alturas ya le resulta muy difícil recordar el escándalo del mes pasado, y no digamos el de febrero.
La prueba de ese progresivo desinterés está en cómo ha pasado sin pena ni gloria la reforma de los estatutos de autonomía con el único fin de retirar los aforamientos de los parlamentarios. Un asunto que hace dos años parecía vital y estaba en las conversaciones diarias y hoy no parece importarle a nadie. Es más, Unidas Podemos, el partido que con más insistencia lo exigía, ahora se vale de la inmunidad parlamentaria (un trato especial equivalente) para evitar la imputación de Pablo Iglesias por el caso Dina y de uno de sus diputados, Alberto Rodríguez, por la presunta agresión a un policía durante una manifestación celebrada en Canarias hace ocho años, por lo que para imputarles habrá que tramitar un suplicatorio que la Cámara puede denegar. Defiende Podemos ahora que la inmunidad parlamentaria evita que un diputado, por su condición, sea acosado jurídicamente y eso le impida hacer libremente su tarea.
¿Para qué diablos nos hemos tomado entonces la molestia de reformar los estatutos de autonomía y de llevarlos al Congreso por este único asunto que, como se ve ahora, ya no le importa a nadie, porque ha dejado de ser objeto de atención en los informativos?
Nunca han ocurrido tantas cosas en un año, pero la historia dejará en apenas tres las importantes: la creación de un gobierno en el que por primera vez se coaligan las izquierdas (algo que había pasado en ayuntamientos y autonomías muchas veces pero no en el estado), la pandemia de Covid 21, y la marcha del rey emérito. No es poco. Todo lo demás es furia, ruido y deterioro de las instituciones que únicamente contribuye a que tanto los gobernantes como los gobernados pierdan la perspectiva y a poner en crisis todas las instituciones cuando más se necesitaba el liderazgo. Un añadido demasiado preocupante cuando quedan cosas tan complejas por resolver.