Política funcionarizada
La política española está en manos de personas que no han pasado un solo día en la iniciativa privada. La estadística es abrumadora. Solo el 36% de los parlamentarios nacionales indica en su declaración de intereses haber tenido una actividad privada, quizá menos, porque muchos de ellos ponen simplemente ‘abogado’, lo que no quiere decir que hayan sido ejercientes libres o al servicio de una empresa. Y en esto hay pocas variaciones, sea cual sea el partido. Donde más funcionarios hay es entre los socialistas (un 80%), la mayoría profesores de universidad. Pero en el PP, tan defensor de la iniciativa privada, hay un 70%, y en Podemos, solo unos pocos menos. El único partido que ha reclutado sus parlamentarios en el ámbito privado es Ciudadanos, donde son funcionarios un tercio.
Los medios de comunicación hemos puesto la mirada en si hay muchas o pocas mujeres parlamentarias pero nunca hemos caído en la cuenta de que la iniciativa privada también está marginada, porque en la vida real, la proporción de trabajadores públicos es exactamente la inversa a la que se da entre los parlamentarios. Y cuando se hacen diferencias entre ‘los políticos’ y los ‘funcionarios’ volvemos a equivocarnos, porque tanto unos como otros son funcionarios de profesión. El hecho de que, además, la ley exija que buena parte de los cargos de libre designación también tengan que ser ocupados por personal público, hace que en la Administración no entre una persona procedente de la economía privada casi ni de visita.
El problema sería de orden menor si no derivase en consecuencias indeseables, y no porque los funcionarios gobiernen peor, sino porque viven en un universo distinto. Si un abogado ejerciente libre acepta un cargo político, es probable que a los cuatro u ocho años, cuando vuelva a su bufete, tenga que empezar de cero, porque sus clientes pasaron a serlo de otro despacho. Si un ingeniero o un economista deja la empresa en la que está porque le nombran alto cargo de un Gobierno, a su vuelta comprobará que el puesto que ocupaba no está vacante y tendrá que ser reacomodado en otro lugar con gran incomodidad suya y de la propia empresa, que ya no contaba con él. Si es un empresario el que acepta un cargo político, resultará sospechoso para la ciudadanía, que estará convencida de que lo hace solo para beneficiarse de él, cuando la realidad es que a la vuelta puede que ya no tenga ni empresa. A ninguno de ellos le va a compensar ese cargo ni esa remuneración. En cambio, el ministro Montoro dejó su cátedra en la Universidad de Cantabria en 1986 y allá sigue vacante esperándole. Nadie más puede ocuparla, y da lo mismo que se tengan que fastidiar decenas de promociones de alumnos o un departamento profesoral completo.
Dos de cada tres parlamentarios españoles son funcionarios de profesión
No es que la política esté pensada para los funcionarios pero es a los únicos que les encaja como un guante, a excepción de los parados, que no tienen nada que perder y todo que ganar. Pero la experiencia indica que los desempleados es muy improbable que lleguen a un cargo político y, en cambio, en el Gobierno de Cantabria –solo es un ejemplo– ha habido momentos es que todos los consejeros salvo dos eran funcionarios.
La ausencia de representantes de las empresas y de los ejercientes libres, que sí estaban presentes en las primeras legislaturas, ha conducido a la Administración a una endogamia perniciosa. Es evidente que, incluso con los recortes, la realidad laboral del sector público tiene poco que ver con la de las empresas. En un mundo donde cualquier recién licenciado se da con un canto en los dientes si consigue un empleo mileurista, ayuntamientos cántabros convocan plazas de barrenderos y limpiadores con salarios de 1.500 euros. En el mismo mundo en que muchos trabajadores de la economía privada tienen que admitir contratos de media jornada, cuando en realidad están haciendo la jornada completa, el Gobierno de Mariano Rajoy acepta la vuelta de las 35 horas semanales en la función pública, y policías municipales que consiguieron su primer empleo a los 30 años, consideran que a los 55 ya no están para trabajar más.
A lo largo de esta crisis, el PP ha perdido la oportunidad de haber reformado la Administración, probablemente la única que se vaya a dar. Pero los nuevos partidos deberían proporcionarnos una indirecta, la de conseguir que, al menos en el estamento político, haya alguna representación del resto del mundo.
Pueden estar perfectamente separados los poderes del Estado, como exige la teoría democrática, pero no están separados los intereses ni la forma de pensar: tanto en el legislativo como en el ejecutivo y el judicial hay un denominador común: casi todos son funcionarios. Y lo mismo ocurre con los cargos de casi todos los partidos. Algo que parece excesivo en un país donde el sector público tiene tres millones de trabajadores y la economía privada, quince, y que no cambiará mientras resulte tan difícil la vuelta de alguien que ha ocupado un cargo político a la vida civil, para reemprender su carrera anterior. Se habla mucho de las puertas giratorias pero ni son tantos los que las han utilizado, ni resultan tan fáciles en estos momentos, por el régimen de incompatibilidades.
Entre todos hemos colaborado a que la política sea una profesión solo de funcionarios y cada vez es más improbable que en los despachos se respire el aire de la calle para, al menos, ser conscientes de la rabiosa competencia en la que han de sobrevivir las empresas, que no permite el más mínimo respiro ni que nadie deje nada para mañana. Son dos mundos que cada vez se parecen menos, y esa distancia, que no solo se da en España, es la que ha llevado a muchos americanos a votar a Trump, únicamente porque no formaba parte de la clase política (en la que engloban también a los funcionarios). El problema es que ha sido peor el remedio que la enfermedad.