Todos sospechosos
Como toda caza de brujas, la ola de fuego purificador que vivimos empieza a crear graves disfunciones. Después de haber metido en la cárcel a medio país, desde un miembro de la Familia Real a un exvicepresidente del Gobierno y ministro de Hacienda, pasando por presidentes de comunidades autónomas, banqueros y folklóricas, hemos reforzado las cautelas para que no vuelvan a producirse hechos semejantes, lo que es muy bueno, pero al convertir en sospechosos a cuantos políticos alcanzan alguna responsabilidad en la Administración hemos conseguido paralizarla. Ahora no es que se gaste mejor, es que no se gasta. Peor aún, solo se gasta en el propio funcionamiento interno, algo a lo que nadie pone ninguna pega pero que, por sí mismo, no sirve para casi nada.
La Ley de Contratos Públicos es el paradigma de esta locura que nos atenaza. Es tan escrupulosa con los pequeños gastos realizados con contratistas y suministradores que ningún funcionario se atreve a aplicarla, porque no cabe otra interpretación que la más estricta: la cuantía máxima que se puede contratar con una empresa o particular sin acudir a concurso público es de 15.000 euros al año. Como eso no resulta muy operativo que digamos, y sacar concursos públicos para todo es demasiado complejo y dilatado, la Administración se mustia sin remedio.
Dado que nadie sabe muy bien cómo aplicar una ley que deja el sentido común en entredicho y ningún político quiere clarificarlo para no ser tachado de amparar las corruptelas, algunos responsables administrativos que se ven obligados a aplicarla cada día han buscado la forma de coordinar las decisiones, al menos para correr todos la misma suerte si la Justicia va a por alguno de ellos, pero las opiniones han sido muy desiguales. Ni tienen el mismo criterio interpretativo todas las consejerías ni todas las comunidades autónomas. La Rioja, por ejemplo, ha decidido que ni siquiera se aplicará este riguroso límite sino que se prohibirá cualquier tipo de gasto que no llegue a través de un concurso. Una situación que nadie sabe muy bien como gestionar, puesto que habría que convocarlo –con toda la burocracia que conlleva– para buscar alojamiento en Madrid si un alto cargo ha de ir a una reunión, e incluso para coger un taxi si lo necesita.
Muchos pueden defender que es la forma más democrática y plausible de manejar el dinero público, pero esa supuesta transparencia es engañosa, porque nadie tiene en cuenta los costes ocultos. Puede ocurrir –y de hecho ocurre– como en aquellos primeros años 90, cuando Hormaechea retornó al poder pero se enfrentó a la versión pobre del Gobierno. Si en su primera legislatura se permitió gastar lo que tenía y lo que no tenía –el dinero solo hay que ir a buscarlo a los bancos, decía– en la segunda no encontró dinero propio ni ajeno, porque los bancos se negaron a hacerle nuevos préstamos, y la precariedad llegó al extremo de llegar a presupuestarse para subvenciones a pymes la modestísima cantidad anual de 1,5 millones de pesetas (no de euros). Lo que parecía hacer virtud de la necesidad, en realidad era un despilfarro, porque si alguien se entretenía en rebuscar en los Presupuestos descubría que el coste de los funcionarios del departamento encargado de gestionar esas ayudas era de 99,5 millones de pesetas. Es decir, que hubiese resultado más rentable, si no más justo, dejar la escuálida cuantía de subvenciones a la puerta del Gobierno y que una racha de viento las repartiese al azar.
Ejemplos parecidos ha habido muchos. Basta recordar que durante el Gobierno de Ignacio Diego hemos tenido parado durante toda la legislatura un departamento de Carreteras que cuenta con más personal que algunas fábricas. Pero casi siempre esas circunstancias han sido producto de la escasez presupuestaria combinada con una esclerótica estructura administrativa que no permite mover a los funcionarios según las necesidades o las dotaciones. Ahora vamos a conseguir el mismo resultado de ineficiencia por otro camino, el de la superfiscalización. Una actitud comprensible, después de todo lo que ha pasado en España, pero muy poco productiva, porque a día de hoy ningún funcionario se atreve a firmar nada, sea una licencia de obra, una autorización ambiental o un gasto. Sabe que nadie puede echarle de un puesto, en el que es inamovible, por no firmar, aunque esté paralizando la vida de toda una comunidad, y en cambio puede acabar entre rejas por firmar. Y si no firma el funcionario –lo crea la ciudadanía o no– el político no puede hacer nada. Pero que se consuele, los ciudadanos somos más benévolos con quien no hace nada que con quien mete la pata.
Alberto Ibáñez