Días de ruido y furia
Han pasado tantas cosas en el último mes que la pandemia casi ha sido lo de menos. O quizá todo sea producto de la pandemia, que origina ese viento solano que tanto atribula a otros, o el sur, que nos afecta a nosotros. Ni siquiera de este modo es posible explicar el grado de tensión política que vivimos, llevado al paroxismo con las elecciones de Madrid. Quizá los gobernantes no hayan dado la talla, pero que un grupo de hosteleros hostigue al presidente Revilla allí donde va tampoco resulta de recibo, por muchos motivos que tengan o crean tener. También los tienen los comerciantes que han cerrado sus tiendas para siempre (y son muchos), las agencias de viajes y hasta los propietarios de flotas aéreas, que llevan un año con tres de cada cuatro aviones en tierra. Los cierres de la hostelería se han producido en toda Europa, en las mismas condiciones o más drásticas y, si no son suficientes los ERTEs o las ayudas que se han establecido para salvar esos negocios, el sector debiera haber planteado una fórmula como la aplicada en Alemania para alcanzar el 75% de la facturación del mismo mes de 2019. Cabría preguntarse por qué no se ha exigido esa fórmula en España con más convicción cuando resulta la más objetiva. Tal como están planteadas las ayudas, no hay diferencia entre quien tiene terraza y puede trabajar y quien no la tiene, siendo dos situaciones muy distintas.
Por su parte, el Gobierno probablemente crea que ha hecho todo lo que podía o todo lo que debía, pero a la vista de los resultados es evidente que no. Los señores funcionarios tampoco ayudaron mucho. Los sindicatos se negaron a que tramitaran los expedientes de subvenciones quienes no tuviesen esa obligación expresa en su puesto de trabajo (una actitud incomprensible e insolidaria en mitad de una crisis nunca vista), lo que provocó los primeros retrasos y los comprensibles malos humores de quienes esperaban la ayuda. El Gobierno cántabro tuvo que elaborar una ley deprisa y corriendo y llevarla al Parlamento para conseguir que los funcionarios hiciesen esas tareas y no dejar solo con esta encomienda al personal de Sodercan, absolutamente desbordado, pero lo cierto es que a día de hoy el número de empleados públicos que se encargan de estos expedientes sigue siendo muy pequeño, a pesar de lo cual llevan tramitados más de 25.000.
El siguiente problema deriva de esa misma tramitación. Muchas de las solicitudes de ayuda están formuladas de forma incompleta y cuando se les reclama el resto de la documentación o son rechazadas, la respuesta de los solicitantes suele ser muy destemplada.
Cada una de estas piedras ha acabado por hacer del camino un campo de minas y a estas alturas cualquier chispa desencadena una explosión incontrolable de furia y rabia como la que han protagonizado los hosteleros, en parte por las pérdidas y en parte por sentirse agraviados al compararse con sus colegas madrileños, que han podido abrir con bastantes menos limitaciones.
Afortunadamente, el tiempo cura hasta las pandemias. La tensión del sector desaparecerá cuando los negocios vuelvan a llenarse, y eso va a ocurrir muy pronto si no se produce un rebrote de la Covid. Revilla se puede hacer a la idea de que no volverá a ser jaleado por los hosteleros nunca más (de hecho, siempre suscitó entre ellos división de opiniones, a pesar de su innegable esfuerzo a la hora de vender el producto regional) pero al menos podrá salir a la calle con tranquilidad. No es cuestión de rescatar el delito de atentado a la autoridad, pero tampoco es aceptable que los gobernantes estén obligados a recibir una catarata de insultos con los que cualquier otro ciudadano se plantaría en los tribunales para defender su honor. Ni lo incluye su sueldo ni el de nadie. Tampoco lo justifica el nerviosismo de la pandemia, porque basta recordar los que recibió Pedro Sánchez en Santander antes de la Covid.
En los últimos diez años hemos vivido una realidad tan cambiante que quienes más criticaban los primeros escraches los protagonizan ahora y quienes los saludaron pasaron a sufrirlos. Esto debería haber enseñado a unos y a otros, pero aquí no aprende nadie, salvo los que poco a poco se van descolgando de algunas redes sociales de las que se ha apoderado el odio, un mal ingrediente para recuperarse de esta enfermedad sanitaria, económica y social, de la que solo nos salvará una convalecencia rápida, y hay motivos para confiar en que ésta lo sea.
Cantabria tuvo un lleno histórico el verano pasado y volverá a tenerlo este. Ese será el bálsamo que todo lo cure y no las decisiones políticas, buenas o malas.
Alberto Ibáñez