La gran fatiga
Han pasado ya diez años desde que surgieron los movimientos de indignados en España y desde que empezara a romperse un mapa político bipartidista que parecía eterno, en parte por el marco mental de los españoles y en otra parte por la propia Ley D´Hont. Ya se comprobó que no lo era, y ahora se empieza a constatar que tampoco la alternativa era duradera.
En EE UU probaron con Trump, un antisistema de derechas y acabaron por hartarse de la experiencia. En Francia, desde 2017 ha habido varios movimientos de protesta muy profundos: los sindicatos, los estudiantes, los chalecos amarillos, las quemas de coches en los barrios de inmigrantes de segunda generación… Pero nada de ello ha cambiado significativamente el reparto en el posicionamiento político de los galos, salvo un pequeño crecimiento de los verdes. ¿Que quedó de aquellos vaivenes revolucionarios del pasado, de los pueblos que pasaban de ser monárquicos a pedir la cabeza de los reyes? Casi nada, porque las revueltas o se hacen de un día para otro o generan una gran fatiga. Eso es lo que está ocurriendo. Hay fatiga política, económica y, sobre todo, social. Queremos que esto acabe de una vez y olvidarnos para siempre de todo lo anterior. Por eso, cuando por fin hayamos pasado página, se quedará muy corta la vida loca de los años 20 del siglo pasado, cuando el final de la Guerra Mundial produjo un catarsis colectiva por la vía del desmadre. Será el efecto rebote tras tanto tiempo embridados y ninguna de las estimaciones que han hecho los institutos económicos sobre el crecimiento inmediato lo está teniendo en cuenta. Va a ser muy superior a lo que calculan y ahí está, como precedente, lo que acaba de ocurrir en China, con un salto descomunal de PIB.
Al superar el último recodo de la crisis, todo lo anterior se borrará de la memoria colectiva. Lo interesante a partir de entonces será lo que venga y no lo que queda atrás.
Los viajes, y el ocio en general, serán la válvula de escape de la sociedad una vez se libre del temor al contagio y del control administrativo. Quizá no se recupere de la misma manera el consumo de productos ordinarios, ni se comerá igual o se vestirá igual que antes de la pandemia, porque, como ocurre después de cada gran crisis, todo será más desenfado, más rupturista, pero se gastará en otras cosas como si no hubiese un mañana. La hostelería, ahora padecedora, será la gran estrella del futuro inmediato, como todos aquellos que vendan nuevas experiencias. Todo lo demás se habrá quedado viejo de repente, como las posiciones políticas. A casi nadie le importará ya cómo empezó todo esto, si tuvieron más culpa las manifestaciones del 8-M o los dos millones de personas que, aún después, se apiñaban en el Metro de Madrid en cada jornada; si hubo EPIs cuando la pandemia nos cogió a todos en pelotas, o si Delci Rodríguez llegó a pisar o no territorio comunitario durante sus horas de estancia en Barajas. Eso se borrará de la memoria colectiva de repente, porque lo interesante a partir de entonces será lo que venga por delante y no lo que queda atrás.
Como ocurre en los coletazos finales de cada crisis, la inercia del malestar está creando una percepción más negativa de lo que indican las cifras reales, a pesar de que son difícilmente discutibles. Y las cifras más recientes son francamente esperanzadoras. La bolsa ha subido más de un 30% desde comienzos de año; el Banco Santander, un inédito 125% desde que el pasado otoño afloró las pérdidas de valor que han tenido algunas de sus marcas internacionales; ahora hemos tenido constancia de que la construcción regional tuvo su mejor año en una década durante el pasado ejercicio (+22%), a pesar de la pandemia; el volumen de mercancías movido por el puerto ha aumentado hasta igualar los mejores registros históricos; en los tres primeros meses de este año, la región ha ganado 1.200 trabajadores ocupados, según datos de la Encuesta de Población Activa (EPA); la tasa de paro autonómica es la tercera más baja de las comunidades y ya empieza a haber un porcentaje significativo de la población vacunada, lo que según Ana Botín es la mejor política económica que se puede aplicar.
Obviamente, hay cifras que no son tan favorables como estas pero la mayoría apuntan ya en la misma dirección. Si eso aún no se percibe en la piel de las personas es por esa enorme fatiga acumulada, que solo se disipará en la medida que se pueda volver a la forma de vida anterior, lo que esta vez parece estar al alcance, si no se produce un desmadre en el asalto a esa nueva normalidad.
Si se cumplen o no estas previsiones se podrá saber en unos pocos meses. Por eso, es muy arriesgado dejarlas por escrito cuando parece que queda tan poco para una vuelta razonable a la normalidad, pero me comprometo a reconocer el error si estos augurios no se cumplen, de tan convencido como estoy de que hemos doblado el brazo de la crisis y empieza un tiempo de grandes oportunidades, tal como ocurrió tras las dos guerras mundiales o con la crisis del petróleo de los años 70, que en España prolongamos hasta los 80 con la reconversión industrial. Aquellos años de euforia en los que Solchaga, ministro de Economía, aseguraba que el nuestro era el país donde más rápido era posible hacerse rico, tanto que se vio obligado a subir los tipos de interés para frenar el crecimiento desbocado.