La mitad del mundo que fue española
El último libro de Ramón Tamames relata cómo en solo siete décadas España extendió sus exploraciones e influencia a la mitad del planeta que le reservó el Tratado de Tordesillas
El último libro del profesor Ramón Tamames relata la aventura expedicionaria del Imperio español, que en solo siete décadas se extendió por el ingente territorio (medio mundo) que le atribuyó el reparto del Tratado de Tordesillas. España tuvo todo un proyecto de globalización histórico entre los siglos XVI y XVIII, que alcanzó sus puntos álgidos en el Pacífico y en América del Norte. Aquí se recoge un breve resumen del libro que recoge la gesta de un país y de sus expedicionarios.
RAMÓN TAMAMES
Entre Brasil y las Indias Orientales, la mitad del mundo fue de España. Y eso no sucedió por casualidad: el término de la pugna de ocho siglos en la Península para la expulsión de los árabes de su último territorio, 1492, coincidió con la llegada de los españoles al Nuevo Mundo, comienzo de un ingente proceso de colonización.
Hubo dos claves en ese proceso. Primera, las grandes expediciones de descubierta de los siglos XIV y XV para controlar las rutas de las especias, por entonces un valiosísimo condimento, preservante, y saborizador de la vida. Y, segunda, el acuerdo oceánico hispanoluso de Tordesillas, (que tuvo como objetivo repartirse el mundo en dos mitades, reservándose Portugal el espacio afroíndico hasta la Especiería, y quedando para España la otra mitad, la más ignota: las Américas y el Océano Pacífico.
Ancho es el mundo parece que se dijeron en 1494 las dos potencias ibéricas, la Corona de Castilla y la de Portugal. Y desde luego, el gran Tratado no fue ni perfecto en su configuración ni terminante en su aplicación, por la insuficiencia que supone fijar una línea de demarcación a un lado, y, a 180º de distancia, la otra. No obstante, redujo el número de posibles conflictos, y se atenuaron en su envergadura, y de ahí que el Tratado de Tordesillas aún se cite como un modelo histórico para disminuir la posibilidad de guerra entre las dos superpotencias de ahora, China y EE.UU.
La llegada por mar a la India (1504) marcó para Portugal la consolidación de su comercio de especias y dio a Lisboa la mayor riqueza de aquel tiempo. Análogamente, Sevilla fue para los españoles el centro de monopolio del tráfico naval con las nuevas Indias y el Pacífico, el lugar donde se prepararon las expediciones exploratorias, de conquista, y de posterior colonización y comercio.
A la postre, España apenas se benefició de las especias obsesivamente buscadas; pero sí del oro y de la plata, induciendo una revolución de los precios en Europa que incluso llegó a China. El mundo financiero cambió con la irrupción masiva de los metales preciosos de las Indias, originándose un verdadero mercado mundial.
El proceso de exploración, conquista y comercio fue increíblemente corto: se produjo en apenas 70 años desde el Tratado de Tordesillas. Un lapso incomparable con los ocho siglos que costó recuperar los dos países ibéricos de la invasión del Islam. Siete décadas bastaron para marcar territorio y para cubrir un área inmensa, potencialmente la mitad del mundo.
No fue un milagro, sino un hecho bien conocido, pero no suficientemente valorado. Ni tampoco, creo, globalmente explicado para general conocimiento en un contexto histórico de denigración por la Leyenda Negra.
El libro se detiene en cómo eran las naves de entonces, su construcción y aparejo, o en el desarrollo de la cartografía, indispensable para fijar rutas, y cómo evolucionaron los instrumentos para gobernar las carabelas, las naos, los galeones y, al final, las fragatas: desde el astrolabio al sextante, y de las estrellas a la aguja de marear y la brújula.
También resulta indispensable conocer las más que difíciles situaciones de la alimentación a bordo, y el alojamiento precario de la marinería en las grandes travesías, para darse cuenta del coraje que representó atravesar dos grandes océanos. Casi siempre en la lucha contra las enfermedades –sobre todo el escorbuto–, que junto con el desabastecimiento de agua y vituallas diezmaban a las tripulaciones.
No olvidamos la organización personal y jerárquica de la marinería: desde los grumetes a los pilotos, un verdadero microcosmo para cuyos componentes los naufragios eran el final de cualesquier expectativa.
En general, eran gente del pueblo y algunos hidalgos, que buscaban emular a sus héroes de los libros de caballería, dejando sus nombres para la Historia. Fueron generaciones que asombraron al mundo: navegantes, conquistadores, cristianizadores… Y, en la mayoría de los casos, grandes emprendedores. En esas hazañas no operaron con pólvora del rey, sino con financiación propia o convenida en las capitulaciones con el Rey. En ese sentido, podría decirse, la más importante empresa de la Historia de España fue, en su inmensa mayor parte, producto de una inversión ajena al erario.
La identificación de los hemisferios otorgados a Castilla y Portugal en la segunda bula papal de 1493 por Alejandro VI, hispano pontífice, reconfirmados en 1507 en Tordesillas y por el Papa Julio II, ha sido el único reparto del mundo entero que se ha hecho en la Historia; más completo y duradero que el de Yalta (1945); y también mucho más amplio que el de Bismarck (1885), en el Congreso Africano de Berlín. Napoleón y Alejandro (Tilsit, 1807) hubieron de conformarse con la repartición efímera de Europa Central.
Después del reparto de Tordesillas se pensó que con la expedición Magallanes/Elcano sería posible trazar la línea de demarcación oriental del Tratado. El rey-emperador Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, vulgo Alemania, fue el verdadero promotor. Recién llegado a su Reino al sur de Europa, y con sólo 18 años de edad, decidió que aquella expedición debía emprenderse a pesar de su alto coste: además de la mucha riqueza que podría derivarse de las especias, podrían identificarse los confines de la mitad del mundo del que era soberano por el hecho de Tordesillas.
En ese contexto se produjo el viaje más largo, el de Magallanes/Elcano, la descubierta global del sur de las Américas y del Océano Pacífico, la plena confirmación de lo presagiado por Balboa en 1513: Colón no había descubierto un camino más corto para llegar a India, Catai y Cipango, sino que había encontrado un Nuevo Mundo, un continente hasta entonces ignorado. Surgía así la nueva percepción de que el mundo era mucho más grande de lo que había calculado Toscanelli a partir de las ideas de Ptolomeo. Y de ahí el gran error de Colón y Magallanes: sus rutas no fueron el camino más corto a la Especiería, al verdadero Eldorado que primeramente encontraron los héroes de As Lusiadas, de Camoens.
Balboa se anticipó a Magallanes en el sueño de navegar a través del nuevo Océano al soñado reino del Maluco, in viaje que nunca llegó a emprender, por el trágico final de su vida, decapitado por el gobernador de la Tierra Firme, el indigno Pedrarias, vapuleado por la Historia.
Balboa fue el primer explorador del istmo de Panamá, casi siempre en pacífica convivencia con caciques y nativos. Avistó el nuevo océano, la inmensidad de aquellas aguas, nunca antes surcadas por naves de gran porte, salvo el célebre almirante chino Zheng He, quien a pesar de sus gloriosos descubrimientos en África y Asia –y dicen los chinos que también América—, decidió replegarse. Apreció que los naturales de los países descubiertos desde el Cabo de Buena Esperanza estaban menos civilizados que la gran China y lo único que de esos mares y tierras llevó Zheng a su emperador fue una imponente jirafa, que llegó a hacerse longeva en Pekín.
El hallazgo del paso del Atlántico al Mar del Sur ya había sido meditado, acordado, e intentado en Occidente. La gran decisión de buscarlo fue de Fernando el Católico, en 1515, que lo encargó al navegante onubense Juan Díaz de Solís, quien, tras muchas vicisitudes, murió a manos de indígenas caníbales en el Río de la Plata sin llegar a estrecho alguno.
Por su lado, Cristóbal de Haro, el gran banquero burgalés, también se había propuesto la búsqueda del paso, financiando una expedición secreta lusa, desde Lisboa, en 1514, con el mismo objetivo. Esa expedición fracasó igualmente.
Debe quedar muy claro que Magallanes no llegó a proponer a Carlos I dar la vuelta al mundo: esperaba regresar desde el Maluco a España por la misma ruta de ida, siempre por aguas españolas, para no enojar al rey de Portugal, a quien él mismo había, en cierto modo, traicionado, al ponerse a las órdenes de Carlos I.
Magallanes fue muy minucioso en los trámites, antes de darse a la vela un 10 de agosto de 1519 desde Sevilla, siempre con la contra de Manuel I de Portugal, que incluso atentó contra el proyecto, intentando quemar sus naves en las atarazanas de Sevilla cuando estaban adaptándose.
La expedición sirvió nada menos que para levantar el plano del hemisferio español de Tordesillas: las Indias llegaban más al sur del Río de la Plata, ya conocido por Juan Díaz de Solís y por el secretismo luso, y se extendían al Oeste del Estrecho, para apreciar luego la inmensidad del Océano ignorado.
El viaje dio una sensación directa de la inmensidad de lo repartido en Tordesillas.
Carlos I, como mucho más tarde Felipe II –que por dos veces recibió a Urdaneta para oir de su propia voz lo grandioso del Gran Océano, y lo mucho que significaba el tornaviaje de Filipinas a Nueva España— debieron pensar que el Océano Pacífico era la pieza clave para constituir, con China, un imperio universal. Un designio que nunca logró materializarse, pero que dejó en la Historia la formidable Ruta Marítima de la Seda, entre Manila y Acapulco durante un cuarto de milenio.
Magallanes fue bordeando África por la ruta portuguesa, hasta la actual Sierra Leona, a fin de saltar desde allí a América del Sur, en lo que hoy es Brasil, para seguir después la línea de costa hacia el Sur, con una larga invernada en el Puerto de San Julián, donde ocurrió el célebre motín. Continuó la expedición y, tras numerosas vicisitudes, cruzaron el Estrecho de Todos los Santos, en 28 días. Le sucedió la difícil travesía de un Océano Pacífico Sur inacabable, hasta llegar a Cebú, en las Islas de San Lázaro (después, Filipinas).
Allí, Magallanes renunció a sus prisas por llegar a las Molucas, por la sencilla razón de que debió reconocer en su interior el fracaso de sus predicciones. El viaje por el Oeste a las Indias era más largo y peligroso de lo esperado y no podría competir con la ruta afroíndica de los lusos, de cuyo rey había renegado. Y, algo todavía peor, las Molucas estaban en el hemisferio portugués y no en el español. De ese modo, así es la vida, las islas de San Lázaro, fascinantes en su verdor, pasaron a tener interés propio, como posible reino personal del navegante.
Tal vez por las razones indicadas, Magallanes se dedicó a cristianizar a los nativos de Cebú y en esos menesteres estaba cuando se le opuso el cacique de la isla de Mactán, LapuLapu, que no quería bautizarse. Y fue en lucha contra él, cuando el gran navegante murió en una batalla en cuya preparación no supo apreciar las fuerzas contrarias, a las que acabó sucumbiendo.
Aunque fallara en sus previsiones principales, la gesta de navegar de España a Filipinas fue impresionante, poniendo a Magallanes a la altura de Colón. Pero lo cierto es que nunca pensó en dar la vuelta al mundo, el mayor mérito que le quieren reconocer sus mentores.
La pérdida del comandante de la flota trastornó los proyectos iniciales de la expedición, agravada por la muerte de casi treinta hombres en la propia isla de Cebú.
La ulterior capitanía del luso López Carvallo fue un desacierto colectivo. Bajo su mando se perdieron ocho largos meses, pirateando por los mares de Joló, Brunei y las Célebes, hasta que finalmente se cambió el mando a los españoles Elcano y Gómez Espinosa, lo que permitió reenderezar la expedición y llegar a las ansiadas Molucas, a la isla de Tidore.
Espinosa/Elcano restablecieron la disciplina, ya con solo dos naves, mostrando el carácter democrático de Elcano, que siempre consultó a la marinería de su nao, la Victoria, las grandes decisiones que fue sabiendo proponer.
En las Molucas, los españoles se ganaron los favores del cacique Almansur. Tras varias semanas de descanso y acopio se produjo la separación de las dos naos que quedaban de la expedición: Elcano volvería a España, en tanto que Espinosa pondría rumbo a Panamá, sin que se sepan muy bien las razones. En todo caso, ese fue el momento más emotivo del más largo viaje: la despedida de las dos tripulaciones, compañeros de fatigas y asombros, para no verse nunca más.
Queda claro que fue el hombre de Guetaria quien decidió dar la vuelta al mundo, rompiendo con la previa idea de retornar por el hemisferio español a fin de no irritar a los portugueses que, más o menos, controlaban el Océano Índico y la costa africana. La vuelta por el Pacífico y el Estrecho supondría un 40% más de distancia y sería sumamente penosa, por lo que optó por la ruta indoafricana.
La nao Victoria navegó hacia el sur, de Tidore a la isla de Timor, atravesando los mares de las Molucas y de la Sonda, entre Célebres y Nueva Guinea. Y al entrar en el Índico bajó al paralelo 40º Sur, muy lejos de las costas asiáticas, sacrificándose los oficiales y la tripulación a 153 días sin escalas hasta Cabo Verde, con todos los padecimientos imaginables de hambre, sed, escorbuto y muerte.
Llegó ya in extremis a la isla Santiago, en Cabo Verde, con los peligros del contacto con los portugueses. Por ello, fue harto corajuda la decisión de Elcano de levar anclas, incluso dejando a trece de sus hombres apresados por los lusos. Todo podría haber quedado truncado si la nao Victoria no hubiera escapado.
La llegada de los dieciocho navegantes y varios esclavos a España fue el 6 de septiembre de 1522 a Sanlúcar de Barrameda, y el 8 a Sevilla. Habían pasado tres años y treinta días desde la salida y 46.270 millas marinas recorridas (85.700 kilómetros).
Un segundo viaje a las Molucas, siguiendo la ruta de Magallanes, fue sujeto de todas las desgracias hasta llegarle la muerte a Loaisa y Elcano, a poco de superar un nuevo cruce del Estrecho.
El fracaso de esa expedición –y de alguna más de Cristóbal de Haro— impidió que España consolidase la soberanía sobre las Molucas. Un cometido mucho más fácil para los portugueses, al disponer de bases en la India y en Malaca. En cualquier caso, casi volvieron a ser españolas durante la unión de las coronas de España y Portugal, con los tres Felipes, entre 1580 y 1640.
Tanto ensalzar las gestas y proezas españolas, nos olvidamos muchas veces de la grandeza de los portugueses en sus navegaciones; de cómo un país pequeño, pero con las más altas tecnologías de navegación en la época, pudo situarse en las lejanas Indias Orientales. Y casi lo mismo cabe decir respecto de los holandeses, que gradualmente desposeyeron a Portugal de sus establecimientos en todo lo que hoy es Indonesia (salvo parte de Timor); pretendiendo, con el tiempo, acabar con el dominio español de Filipinas.
Esas dos referencias me parecieron indispensables para dar una cierta continuidad a las aventuras españolas en los confines occidentales del Pacífico. Incluso, la leve intervención británica en esa área, de la que se replegó para concentrarse en la India, manteniendo el control de los estrechos de Malaca, con la nueva ciudad de Singapur, fundada por Raffels, como base del ulterior comercio británico con el Celeste Imperio.
También las primeras visitas de navegantes europeos a Nueva Zelanda y Australia, las dos grandes piezas del Pacífico Sur. Intuidas y avistadas por los españoles, no llegaron a posesionarse. Fueron adquiridas en el siglo XVIII por los ingleses, merced al legendario Capitán Cook, cuyos tres viajes fueron guiados, en gran parte, por mapas españoles.
Finalmente, hacemos una reconsideración global de las navegaciones en el Pacífico, que definitivamente se consolidaron con Legazpi y Urdaneta hasta hacer posibles los viajes entre Manila y Acapulco.
Se generó, así, el gran comercio de la Ruta Marítima de la Seda, la más larga del tiempo de los barcos a vela, desde Cantón a Manila, para, con la ruta del tornaviaje de Urdaneta, navegar desde allí a Acapulco, atravesando México, para ir a Veracruz, con final en Sevilla. Fue un comercio de importancia extraordinaria, que incluso afectó a las instituciones monetarias de China, por la inundación de plata española.
En ese contexto, no puede olvidarse la ensoñación española con China, algo que sedujo a Hernán Cortés, a Pedro Alvarado y también al Virrey Antonio Mendoza. Se llegó a pensar en la conquista y evangelización del país, el más populoso y rico del mundo en aquel tiempo.
Hay que hacer referencia también a Filipinas, pieza fundamental de España en la orilla asiática del Pacífico y al hecho de que, durante dieciséis años (1626-1642), la isla de Formosa, hoy Taiwán, fue de virtual dominio español, algo que hoy se considera como una de las señas de identidad taiwanesa, para defender su independencia frente a la República Popular China.
La Mitad del Mundo que fue de España. Editorial Espasa.
571 páginas. PVP 22.90 euros.