¿De verdad hubo una Cantabria mejor?
La memoria colectiva recurre a los ranking de algunas décadas del siglo XX, apoyadas por la fuerte inversión exterior y unas economías mixtas de horarios imposibles, pero la vida siempre fue mucho más difícil que ahora
Entre las generaciones más veteranas ha cundido tradicionalmente la idea de que hubo tiempos mucho mejores en la vida de Cantabria que, supuestamente, padece una decadencia constante desde mediados de los años 70, antes incluso de la llegada de la autonomía. Una idea recurrente que parece incrustada en el ADN cántabro, porque José María Pereda ya añoraba en muchas de sus obras aquella supuesta Arcadia que había sido la región en el pasado. Pero ¿realmente se vivió en algún momento mejor que ahora? ¿Hubo tal Arcadia perfecta o es una ensoñación, como tantas otras procedentes del movimiento Romántico, que asociaba la sencillez y el equilibrio del campo a la mejor vida posible?
Bastaría releer Sotileza, del propio Pereda, para constatar las vidas de miseria de muchas clases menestrales de Santander en el siglo XIX. Por tanto, ese pasado perfecto debió estar en un momento muy anterior, pero nadie concreta fechas, quizá para evitar comprometerse, porque ese pasado nunca existió. Si realmente hubo un tiempo mejor al actual, ha sido en las últimas décadas del siglo XX, porque la Guerra Civil provocó que las rentas familiares de 1935 no se recuperasen hasta finales de los años 50, cuando muchas naciones europeas recobraron los índices previos a la Segunda Guerra Mundial en poco más de una década.
Es cierto que hubo un periodo muy frutífero al comienzo del siglo pasado, cuando, al calor de una legislación española que daba muchas facilidades para explotar los recursos del país a cualquier empresa extranjera, se instalaron en la entonces provincia de Santander Solvay (que requería grandes cantidades de sal y caliza), la Real Compañía Asturiana (mineral de blenda) o Nestlé (leche). También aquellas que buscaban mercados para explotar las nuevas invenciones, como Standard Eléctrica, fabricante de cable telefónico, o los muchos inversores que surgieron dispuestos a convertir viejos molinos en centrales eléctricas o para hacer tendidos de ferrocarril.
Este desembarco de fábricas y capitales europeos no se ha vuelto a repetir con tanta intensidad y consiguió convertir una provincia rural en industrial (al menos una parte) algo que también ocurrió en otras regiones de la fachada atlántica. Esa generación de empleo, la neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial, que abrió unas posibilidades comerciales inéditas, y la decisión real de veranear en Santander, transformaron la región en muy poco tiempo, pero cuando podían haberse recogido los resultados, la Guerra Civil lo truncó.
Por tanto, esa Cantabria mejor solo ha podido existir desde comienzos de los años 60 hasta que las dos crisis del petróleo de mediados de los 70 cortaron en seco el desarrollismo al encadenarse con una crisis industrial en la que Cantabria fue la comunidad con más sectores en reconversión, porque toda la industria de la primera hornada se había tecnológicamente desfasada.
Es en las estadísticas de los años 60 cuando lucen como nunca las cifras de la provincia de Santander, que está entre las cinco con más riqueza per capita del país, una tabla que encabezan invariablemente las provincias vascas.
Pero esa situación tan añorada, quizá no sea tan ideal como parece. España, un país que entonces solo tenía doce millones de trabajadores, expulsaba a otros tres a la emigración, y eran ellos los que sostenían, con sus remesas de divisas, las compras del país al exterior. Entre esos emigrados había muchos cántabros, que ya no iban a Cuba, a México o a Guatemala, sino a Alemania o a Suiza, pero que se iban, lo que indica que no era tan abundantes ni bien pagados los empleos locales. Ahora también salen, pero ya no son trabajadores sin ninguna cualificación y compiten en los mercados receptores en pie de igualdad.
Pero nadie puede poner en duda la pujanza interior de esa década y media larga que sirvió para revertir ese fenómeno de la emigración desde el mismo momento en que llegó la democracia y que tenía un claro origen: el Plan de Estabilización con el que el ministro Castiella puso fin a la autocracia, esa utopía del franquismo que aspiraba a autoabastecerse de todo y acabó en colapso completo en 1959.
La apertura y la llegada de las multinacionales
Nada más abrir las fronteras, empezaron a llegar las multinacionales, que aspiraban a conquistar un país virgen con 30 millones de potenciales consumidores, un paraíso donde poder vender de todo, desde cocacolas a champús, frigoríficos, pantalones vaqueros y, sobre todo, televisores y coches. Y unas condiciones extraordinariamente favorables para producir todo este equipamiento a precios muy competitivos: salarios bajos, prohibición de huelgas…
Ese descorche de la botella de champán dio lugar a un crecimiento económico anual muy alto, basado en la creciente capacidad de consumo de los cántabros. Las familias podían ingresar más y podían comprar una infinidad de cosas para unos hogares en las que hasta ese momento apenas había más mobiliario que un arcón, unas camas rústicas con unos colchones de lana y, por toda decoración, un crucifijo y la foto en blanco y negro de los abuelos.
La doble economía
Ese anhelo de progreso era más fácil de satisfacer, porque había muchas más posibilidades de encontrar un empleo. En realidad, los salarios crecían pero seguían siendo muy modestos. Lo que realmente generó ese impulso del consumo fue la posibilidad de hacer horas extras, lo que proporcionaba unos sobreingresos muy estimulantes para comprar las novedades que se agolpaban en los escaparates de las tiendas, con un magnetismo absoluto sobre los paseantes, y el complemento de una pequeña explotación ganadera prácticamente en cada familia, salvo en las urbanas. No hay que olvidar que en Cantabria 200.000 personas seguían (y siguen) viviendo en los pueblos, cuando en gran parte del país ya habían huido de ellos hacia las grandes ciudades de la costa o a Madrid.
Un gran porcentaje de los obreros industriales acababan su jornada diaria y empezaban otra, la de sus vacas, que atendían con la ayuda vital de sus mujeres. Un trabajo que empezaba al alba, antes de ir a la fábrica, y acababa, ya de noche cerrada, con el último ordeño.
Esa doble economía y esas horas extras, que las empresas ofrecían sin los límites que ahora impone la ley, eran la auténtica razón de que las cifras del PIB avanzasen deprisa, una forma de vida basada en el esfuerzo y, sobre todo, en el espíritu de sacrificio que, desde luego, no sería muy deseada hoy. Es decir, que esa Cantabria anhelada no lo sería tanto para un trabajador actual. Y apenas duró década y media, porque la crisis industrial acabó con ella bruscamente, sumergiendo a la región en una década dramática, con ajustes industriales severísimos y una crisis social que deparó episodios de violencia en muchas fábricas: Astander, Forjas y Aceros (la actual Sidenor), Gursa-Cunosa (Magefesa), Fyesa (actual Ferroatlántica).
Tampoco la ganadería se libró de la reconversión más drástica. De aquellas 27.000 explotaciones lecheras que se censaron a comienzos de los 80 a las mil actuales hay algo más que un ajuste. Y no cabe achacarle toda la responsabilidad a la entrada en la UE. El modelo de miles de explotaciones con dos o tres vacas que apenas daban 2.000 libros de leche al año cada una ya hacía aguas a marchas forzadas. Dentro o fuera de la Unión, esas microexplotaciones ni se justificaba por el autoconsumo familiar, porque lo excedían, ni por su contribución a la industria, porque la recogida tenía unos costes por litro muy superiores a los actuales, cuando se produce prácticamente el mismo volumen de leche que entonces con muchísimas menos granjas.
El despertar de la sociedad de consumo
El encantamiento de esa supuesta Arcadia feliz, tiene mucho que ver con la sensación de despertar a un mundo completamente distinto. Del blanco y negro austero y melindroso a una España de colores. De la necesidad imperiosa de acumular todo el dinero posible en la viga para poder hacer cualquier pequeña adquisición extraordinaria a la compra a crédito; del carro tirado por un burro al Seat 600 y de la España reseca de los pueblos interiores a las grandes ciudades. Ese proceso fue menos radical en Cantabria, porque no rompió con las raíces. Mientras que toda una generación de españoles iba a morir, por primera vez en la historia, en un lugar distinto al que nació, en esta provincia los desplazamientos poblacionales fueron mucho menores.
En esa nueva España tuvo una enorme influencia la fascinación por todo lo que llegaba de fuera, que en muchos aspectos impulsó una nueva forma de vivir a la que todas las familias aspiraban. Y la inmersión fue rapidísima. Cuando los fabricantes americanos de dentífricos anunciaban sus productos en televisión mostraban cepillos de dientes con cabezales mucho más grande que los actuales y la protagonista del spot iba depositando la pasta de un extremo al otro. Era suficiente con una cantidad mucho menor, pero los millones de españoles que se lavaban los dientes por primera vez no lo sabían, y los fabricantes tenían la picardía de incluir gratuitamente estos cepillos supergrandes en los blíster de la pasta.
Estaba todo por descubrir y había una generación dispuesta a hacerlo, con la tenacidad y el espíritu de supervivencia que se dan en casi todos los pueblos que encuentran una vía de salida de la pobreza, aunque sea fuera de su país. No era la España casi perfecta en lo económico que ahora muchos añoran pero descubrir tantas posibilidades (desde el consumo a la generalización de la enseñanza universitaria generaba una enorme ilusión… Y todos éramos más jóvenes.
Alberto Ibáñez