Algo en lo que creer
Uno cree lo que quiere creer y muchos medios supuestamente informativos se valen de estos errores de percepción para vender un producto ideológico. Poco antes de la pérdida de Cuba, los periódicos españoles hacían muchas chanzas sobre el Ejército de Estados Unidos, un país al que su obsesión por las máquinas le había llevado a perder la cabeza, decían. Pensábamos, como Charlot unas décadas más tarde, que la maquinización era un estúpido desafío a la naturaleza que solo podía acabar mal. Y en un mundo dominado por las máquinas (¿qué pensarían del de hoy?) relataban sucesos tan estúpidos como que los militares yankis solo habían recibido botas del pie izquierdo, lo que impedía movilizarlos para combatir al ejército español. Nos regocijábamos con tanta torpeza pero, si realmente fue así, les sobró con esa pierna.
La pesadumbre de los intelectuales del 98 después de que el desastre nos pusiese los pies en la tierra es la misma que vive hoy la clase media al comprobar que el futuro ya no es lo prometido. Hace veinte años, las grandes cumbres mundiales se celebraban entre enormes medidas de seguridad para protegerlas de los movimientos antiglobalización de ultraizquierda dispuestos a bañar en pintura a los representantes de un mundo que, en su opinión, estaba en manos de las grandes corporaciones. Hoy, la antiglobalización ha cambiado de bando. Las cumbres están controladas por socialdemócratas, que imponen la agenda anticalentamiento y la apertura de fronteras, y es la derecha la que se rebela contra una globalización que, para su desgracia, no tiene vuelta atrás, como el champán que sale impetuoso de la botella.
La antes confiada clase media se ha proletarizado y está temerosa del futuro, al verse obligada a competir con los productos y trabajadores de otros países con sueldos muy inferiores, y sentir que el suelo se mueve bajo sus pies. Las certezas dejan de serlo, los empleos duran lo que duran, nadie sabe qué formación es más oportuna porque no hay manera de aventurar qué oficios triunfarán dentro de diez años, y los referentes morales de hoy (si queda alguno) serán carne de picadillo mañana, cuando alguien les descubra alguna debilidad.
Con tanta volatilidad, es casi imposible hacer previsiones. Todo dependerá de cuánto dure la guerra de Ucrania, cómo se desarrolle y quién la gane. En Occidente parece que ya damos por seguro que la ‘incompetencia’ de los rusos (como las botas de los americanos) les llevará a salir escaldados en pocos meses y, por tanto, todo volverá a la normalidad, pero eso es mucho suponer. Si, en el mejor de los casos, eso ocurriera, entre medias se habrá perdido la gigantesca cosecha de Ucrania, con desabastecimientos dramáticos en muchos países, porque desde Mesopotamia el cereal sigue siendo la base alimentaria de la humanidad. Y descubriremos con dolor que tan estratégico es producir trigo como microchips, por muy modernos que nos sintamos al hacer tecnología.
Son esas inseguridades las que originan un malestar social evidente en todos los países que está llevando a las clases medias a apostar por el populismo. Diez años después del movimiento que levantó las calles, los indignados, que entonces eran sociológicamente de Podemos, hoy lo son de Vox. Hemos vivido años mucho peores, con servicios mas precarios, prestaciones sociales muy inferiores y menos empleos (estamos en una cota histórica) pero la sensación es que todo está en crisis. En Cantabria no teníamos ningún vuelo internacional y en estos momentos hay dos decenas de destinos; más de la mitad de la población no salía nunca de vacaciones y ahora no nos conformamos con quedarnos en España; hemos triplicado el número de restaurantes, lo que indica una capacidad económica para el ocio que antes no existía, y la economía aguantó mientras estuvimos encerrados durante cien días, algo que nadie hubiese imaginado.
Es cierto que la deuda del país ha pasado del 100,5% del PIB al 118% en cuatro años, pero entre 2010 y 2014 saltó del 69,9% al 105,1%. Por tanto, más que un problema económico es un problema social. Se reflejó en Francia, con los Chalecos Amarillos y la subida de Le Pen; en Gran Bretaña, con el Bréxit; y en EE UU con Trump. Ni siquiera las alzas del PIB calman este malestar para el que se necesitan otras respuestas. No es fácil saber cuáles son, pero, desde luego, no están en los formularios ideológicos de los partidos ni en las homilías diarias de los líderes de opinión. Y no podemos tardar en encontrarlas, porque los españoles, en apenas dos décadas, hemos pasado por la trituradora los partidos, los sindicatos, la Iglesia, la Corona, los tribunales… No queda casi nada en lo que creer, y un país sin instituciones no existe.
Alberto Ibáñez