El derecho al aburrimiento
Reaparecen las pandemias y las guerras en suelo europeo, algo que no podíamos imaginar; la inflación se dispara, un colectivo profesional tiene el derecho a dejar desabastecidos a las empresas y a los ciudadanos hasta que alguien acepte la rendición… Líbrenos Dios de vivir tiempos interesantes y queden solo para los libros de historia, muy dados a suponer que los grandes acontecimientos se corresponden con épocas felices. Nunca fue así. Los mejores tiempos fueron siempre aquellos es los que no pasaba nada reseñable que contar, pero tanto la historia como el periodismo plasman la realidad con un sesgo tremendista. Pueblos en paz, familias felices y sociedades que se desarrollan son páginas en blanco, no dejan constancia.
La gran conquista de Europa en el siglo XX, superior a los avances sociales, políticos y económicos, ha sido la aburrida cotidianidad. Saber que el sistema nos protege de casi todo es el gran salto frente a la permanente incertidumbre del pasado. Pero ese convencimiento se acaba cuando las demandas llegan a ser inasumibles. Aquella pintada del mayo francés que recomendaba “seamos realistas, pidamos lo imposible’ era una feliz boutade antisistema pero ha tomado carta de naturaleza. Ante la catarata de acontecimientos negativos, con una deuda pública que será imposible gestionar cuando suban los tipos de interés, el PP exige que se aumenten las subvenciones y se bajen los impuestos y los gobiernos de todo tipo, después de un generosísimo riego de ayudas más que discutible, se suman con tanto entusiasmo como falta de criterio, ya que la mayoría de las rebajas fiscales ofrecidas solo pueden ser efectivas el año que viene, cuando quizás no hagan falta.
La frontera entre la locura y la realidad se tambalea cuando el populismo triunfa en todos los ámbitos, gracias al convencimiento general de que el dinero sale de las piedras, como creía uno de mis hijos, al ver que bastaba ir “a una pared”, decía él, que generosamente te entregaba un manojo de billetes siempre que lo necesitabas. No era consciente de que, al otro lado, alguna mente retorcida había ideado un mecanismo para descontarte de tu cuenta todo lo que sacabas. Esta epidemia de infantilismo que vivimos en España, basada en la teoría de que alguien pagará (nosotros, no, al parecer), supone una insoportable falta de realismo para los frugales de la Europa del Norte, que a nosotros nos resultan tan odiosos por no querer aflojarse el bolsillo más veces en nuestro favor, y cuando por fin les sacamos el dinero, aún ponemos sobre la mesa la sospecha de que pretenden hacer negocio al concedérnoslo.
En la política actual nadie quiere asumir el coste político de decir no. Como es obvio que la manta no da para taparlo todo, se recurre al también infantil argumento de que bastaría con suprimir un par de ministerios (los cargos, se supone, porque los funcionarios seguirían en otros) para que todo encajase perfectamente. Y, por supuesto, sin renunciar a nada. A levantar otra vez calles y plazas que se urbanizaron hace una década; a construir un nuevo Museo de Prehistoria, porque el que hicimos hace solo quince años no es lo bastante ambicioso; a valorar la gestión política por el número de subvenciones; a crear un metauniverso en el que todos tenemos muchísimos derechos; al convencimiento de que pagamos mucho y recibimos poco, que estamos mucho peor que los demás, que la deuda pública sube sin motivos o que nuestra gasolina es un atraco sin parangón.
Una visita a cualquier otro país sería suficiente para comprobar lo contrario, pero los periodistas tenemos fama de no renunciar a un buen titular por mucho que la realidad nos demuestre lo contrario, y los políticos lo han hecho replicado muy rápido. Sus argumentarios hace tiempo que no están pensados para derrotar dialécticamente al rival sino para vender su produco, con una ramplona política de titulares hechos por agencias de marketing. Así nos manipulan la vida diaria, en la que no hay momento de sosiego, porque al mínimo resquicio de tranquilidad, decidirán que es su mejor momento para interrumpir la legislatura y convocarán elecciones.
Nadie respeta nuestro derecho a aburrirnos de normalidad, lo propio de una sociedad avanzada. Los griegos de Sibaris prohibieron a sus esclavos trabajar por la tarde porque hacían ruidos molestos para la siesta. En nuestro caso, no se trata de una sibarita holgazanería sino de que nadie cree más problemas de los que ya tenemos ni nos vendan soluciones fantásticas que solo crearán frustración cuando no podamos pagarlas.
Alberto Ibáñez