El desgaste y la salida
Una reciente encuesta del PP cántabro iba sutilmente dirigida a demostrar que el tiempo de Miguel Ángel Revilla ha pasado y sus condiciones para seguir gobernando han menguado. Es probable que esté perdiendo votos y es evidente que en los 40 años que va a cumplir la autonomía de Cantabria Revilla ha visto pasar tantos rivales como jefes de Gobierno la reina de Inglaterra. La única constante en todo este tiempo ha sido el bigote de Revilla en los carteles de cada campaña, pero eso no quiere decir que peligre su continuidad e, incluso, su renovación en 2024.
Al margen de la demostración física que hizo en el programa de Jesús Calleja, trepando como un colegial por el Desfiladero de la Hermida hasta los pies del auténtico nido de águilas en que vivó durante años un maqui lebaniego, Revilla ha pasado este dramático año por todos los lugares de riesgo imaginables sin haberse contagiado, lo que a Trump le hubiese servido para ufanarse de tener una genética diferente.
Lo único seguro es que en el ADN de Revilla está la política. Lo que no es tan seguro es que esté deseoso de seguir. Él ya había imaginado, cuando asistió a la toma de posesión del presidente mejicano, que la conmemoración de los 500 años de Ciudad de México, celebrada simultáneamente en esa capital y en Santander iba a ser una espectacular puerta de salida para su carrera. Pero López Obrador lo estropeó con su carta sobre los conquistadores y la pandemia ha ratificado que no hay nada que celebrar.
Atrapado por no haber podido decidir quién será su sucesor, no le quedará otro remedio que volverse a presentar y, gane o pierda, no será fácil para el PP formar una mayoría alternativa. Además, Revilla sabe que en los dos próximos años soplará el viento de cola. Desde hace unos meses, el Gobierno es consciente de que el despertar de la economía en Cantabria va a ser más rápido de lo que se preveía, pero no ha querido pecar de exceso de optimismo. Ni era el momento, mientras los hosteleros estaban en pie de guerra, ni podía correr riesgos excesivos, porque cualquier repunte de la pandemia podía echarlo todo por tierra. Pero cuando se han relajado las medidas sobre los locales hosteleros y se ha doblegado la cuarta curva de la pandemia, la consejera de Economía ha corrido a proclamar que a finales de año estaremos en niveles de PIB de 2019, nueve meses antes que la media del país. Será, si se cumplen sus vaticinios, la primera vez que salgamos de una crisis económica antes que los demás.
El fuerte repunte en el gasto con tarjetas de crédito y de las ventas de coches y viviendas invitan a soñar. Tener que recuperar dos puntos menos de PIB que el resto (la caída en Cantabria ha sido menor) también ayuda. Pero son datos aún muy coyunturales. La consejera da por hecho que la ocupación de este verano será histórica y que a partir del otoño, aunque se tuerzan las cosas, empezarán a liberarse las ayudas europeas. Como en el chiste del viajero que abonó su hotel por anticipado y, antes de desdecirse, su billete había pasado de acreedor en acreedor revolucionando la economía de todo el pueblo, el efecto del dinero comunitario puede que se esté notando antes de llegar.
En economía todo son expectativas. La de ser más pobre hace ahorrar y la de tener más dinero invita a gastar. Y, por primera vez en mucho tiempo, hay una necesidad psicológica de consumir, lo que va a resucitar una vieja conocida, la inflación, que esta vez puede ser una aliada para sobrellevar la enorme deuda acumulada.
El fortísimo encarecimiento que se está produciendo en los bienes intermedios es un síntoma. La industria vuela y hay más proyectos que nunca, pero eso no evitará los cierres de otros negocios que no pueden más. No serán de hostelería, que se va a recuperar muy deprisa, sino servicios menos ruidosos, que no llegarán a probar la pócima mágica de la digitalización, que al parecer lo resuelve todo, a tenor de las infinitas veces que aparece en el Plan de Recuperación. Ojalá fuese así, y las empresas requiriesen a miles de jóvenes con un ordenador bajo el brazo, porque por fin resolveríamos nuestro paro juvenil y modernizaríamos la estructura productiva, pero lo único que van a demandar, por el momento, son miles de camareros y de albañiles, y lo peor es que no los van a encontrar, porque no los hay. La hostelería depende cada vez más de personas llegadas del exterior y, en el país del ladrillo, no hay forma de hallar albañiles cualificados. El día que le prestemos atención a esa paradoja, quizá lleguemos a entender por qué convivimos con un paro juvenil catastrófico. Y para arreglarlo no basta con que los (nos) hagamos digitales.
Alberto Ibáñez