El urbanismo nos persigue
Desde que a finales de los años 80 un tribunal tumbó la recalificación del suelo que el Gobierno de Hormaechea permitió para levantar una urbanización entera en la playa de La Arena, en Arnuero, hemos asistido en Cantabria a una pugna permanente entre la política y los juzgados, que se ha saldado con más de 600 viviendas con sentencia de derribo y la anulación de casi todos los grandes planes y normas de urbanismo elaborados por gobiernos y ayuntamientos, incluso los que pretendían ordenar y proteger los espacios naturales. Solo la aprobación del Plan del Litoral, al llegar al gobierno la primera coalición PRC-PSOE, contribuyó a una época de relativa normalidad, que no duró, en parte por la necesidad de encajar los desaguisados anteriores y ahí está la nueva cosecha de sentencias de las últimas semanas.
En solo un trimestre, el Gobierno regional ha visto como definitivamente le tumbaban el plan para hacer un puerto deportivo en San Vicente de la Barquera y el PORN de las Marismas de Santoña, Victoria y Joyel, que era la vía para tratar de legalizar 225 viviendas de Argoños con sentencias de derribo. A su vez, el Ayuntamiento de Torrelavega se ha quedado con la infografía congelada de su parque acuático del paleolítico, también por una tramitación urbanística desafortunada, y el Ayuntamiento de Piélagos parece haberse rendido a la evidencia de que no podrá hacer nada para legalizar sus viviendas con orden de demolición a través de un nuevo Plan de Urbanismo.
Para completar el desastre, el Ministerio deja en aguas de borrajas la reforma que hizo el PP en la Ley de Costas que intentaba prorrogar casi indefinidamente la permanencia de los concesionarios, y los abogados del Estado han exigido revisar nada menos que 32 artículos de la nueva Ley del Suelo de Cantabria, la mayoría por invadir competencias, una ley que salía con la complacencia de casi toda la Cámara, porque permite construir en suelo rústico, lo que siempre han pretendido los alcaldes de la mayor parte de los partidos, defensores en el fondo de que la mejor ley de urbanismo es la que no existe, y no por ser partidarios de la anarquía sino porque eso les permite tener las manos libres.
No es un problema exclusivo de los políticos, aunque han sido ellos quienes lo alimentaron. Cuando el enriquecimiento rápido de las recalificaciones costeras acabó con el tabú de las vacas descubrimos que en lo que realmente nos va la vida es en lo que está debajo, en el suelo. Somos sueloadictos, y en una generación hemos consumido casi tanto espacio natural como en todas las que nos precedieron, lo que parece aún más difícil de justificar cuando la población cántabra no crece y tampoco el censo de industrias.
Incluso en los intentos de ordenar este expansionismo desaforado, el pasado nos persigue como una pesadilla porque mucho de lo que ocurre tiene que ver con el intento de buscar una salida a la angustia que viven los propietarios y menos ruinosa, al tiempo, que los derribos, una catástrofe que no pagarán nunca quienes la causaron. Pero lo peor es que, a resultas de aquellos conflictos, en Cantabria el suelo ha pasado a ser la piedra en la que tropiezan todas las políticas, ya sean de vivienda, de residuos o de energía. De nada vale hacer planes energéticos (ya vimos lo que pasó con el Plan Eólico hace ahora diez años), ni ambientales ni de dotaciones públicas y privadas porque todos ellos chocarán con una realidad: la tramitación es una tortura y, aunque salgan adelante, cualquier colectivo puede tumbarlos con cierta facilidad.
Ayuda a ello la selva normativa que hemos creado en materia de urbanismo, en la que todas las administraciones –incluida la comunitaria– meten la cuchara, y la Ley del Suelo va a ser víctima de ese barroquismo con el que dice querer acabar. Curiosamente, es una de las poquísimas normas aprobadas por un amplio consenso, lo que convierte a todos los partidos en responsables de lo ocurrido. Como niños cogidos en falta, viene el Estado a regañarnos, con la mala conciencia de haber sido, a su vez, reprendido muchas veces por la Unión Europea. Habrá quienes lo consideren una intromisión intolerable en nuestra soberanía nacional y regional pero conviene ser conscientes de que a día de hoy no se podrían hacer la mayor parte de las inversiones públicas sin fondos europeos y no se podría mantener ningún cultivo o nuestra producción de leche sin las ayudas de la PAC. El precio es vivir teledirigidos, y a veces es una suerte.
Alberto Ibáñez