La locura de los pequeños contratos
El permanente recurso a la nostalgia por parte de la publicidad indica bien a las claras una cierta añoranza de un mundo en el que todo parecía más previsible y sencillo. Nos hemos empeñado en hacerlo extraordinariamente complicado y pagamos las consecuencias. De tan retorcido y desconfiado, empieza a ser invivible, especialmente en lo que tiene que ver con la política. El consejero de Industria exponía recientemente en el Círculo Empresarial Cantabria Económica su impotencia al ver como buena parte de los proyectos más relevantes de esta legislatura encallaban en una tramitación administrativa tan prolija que es un milagro que alguno sobreviva. Y además de tortuosa, es discrecional, a pesar de que todas las leyes van dirigidas a conseguir lo contrario, que uno sepa perfectamente a qué atenerse. La realidad es que, en muchísimas ocasiones, el técnico informa según su particular forma de ver las cosas y en otras se ha hecho la vista gorda. En Castro Urdiales, donde empieza un macrojuicio a toda una época de chanchullos urbanísticos, nadie levantó la voz hasta que llegó el juez Acayro y, con las mismas normas que regían con sus predecesores, se llevó por delante a la mitad de los políticos y de los constructores. Lo que debía ser solo cuestión de leyes es evidente que también es cuestión de personas.
Los escándalos que afloraron tras la llegada de la crisis empujaron a los políticos a contener la ira ciudadana con más medidas de control, destinadas a reforzar las cautelas contra la discrecionalidad en el gasto público. Un empeño que ha tenido éxito, a pesar de que la acumulación de juicios por corrupciones de épocas anteriores invite a pensar lo contrario. Pero es evidente que la crisis también ha ayudado a la contención. Exigir que no despilfarre a quien tiene el bolsillo vacío es tan innecesario como predicar la castidad entre los parroquianos de la primera misa de la mañana. Pero ahora que han pasado los peores tiempos, y los gobiernos vuelven a contratar modestamente, se dan cuenta de que con tantos cepos en los cajones no es posible meter la mano ni para los gastos más justificados.
La nueva Ley de Contratos impide cualquier encargo a una empresa o particular que supere los 15.000 euros si no se somete a concurso. Una idea aparentemente plausible hasta que hay que ponerla en práctica. Entonces se comprueba que contratar con la Administración pública se ha convertido en una auténtica tortura tanto para quien aspira a hacerlo como para la propia Administración, donde además muchos funcionarios se niegan a tomar cualquier decisión que pueda comprometerlos, incluso penalmente.
En estos momentos, cada comunidad autónoma tiene un criterio distinto al respecto y, lo que es peor, dentro de una misma comunidad, cada Consejería lo aplica de forma diferente. Así, hay quien establece este tope en 15.000 euros al año, quien lo aplica al año natural y quien computa doce meses desde el último contrato; incluso quien opta por no contratar nada para no meter la pata.Y, como cabía esperar, también hay quien busca esquinar la ley utilizando varias sociedades que, en realidad, tienen el mismo propietario.
El hecho de que cualquier contrato a partir de una cuantía anual tan reducida haya de ser sacado a concurso está provocando situaciones disparatadas como que a uno de los hospitales de la región se le estropee la resonancia magnética y no pueda encargar la reparación de forma directa, como se hacía antes, porque el importe sobrepasa los 15.000 euros. Por tanto, debe sacarlo a concurso público y esperar seis o siete meses a que se tramite y resuelva. Mientras tanto, solo puede crear lista de espera, porque subcontratar temporalmente la máquina de un hospital privado también debe hacerse vía concurso y exige el mismo tiempo. Es un caso extremo, pero cada día hay muchos otros de menor entidad que perturban igualmente el funcionamiento de los servicios públicos y no podemos dar por bueno que la única alternativa al descontrol en el gasto sea la inoperancia.
La Administración se justifica por lo que hace, no por pagar cada mes su carísima maquinaria interna. Y la Intervención no puede aceptar que cada Consejería intente resolver este problema como buenamente pueda o con ocurrencias. Si eso es lo que ha conseguido la Ley de Contratos, estábamos mejor antes.
Alberto Ibáñez