Las elecciones olvidadas
Al comienzo del pasado siglo, uno de cada cuatro habitantes del mundo era europeo. Ahora solo somos uno de cada diecisiete. Europa seguirá teniendo 500 millones de habitantes en 2050 y un solo país africano, Nigeria, habrá pasado de los 200 que tenía al iniciarse el milenio a 600, más que todo el Viejo Continente. Es algo contra lo que no resulta fácil luchar, porque se supone que en los nacimientos solo influye la libre decisión de los padres, aunque habría mucho que discutir al respecto.
No es un problema únicamente de una Europa desganada y avejentada. EE UU y Japón, que ahora suman otros 500 millones de personas escasos, se estancarán en esa cifra y tampoco saben cómo resolverlo, porque la única opción factible, la entrada de muchos inmigrantes, no es del agrado de Trump precisamente.
Con la población se gana o se pierde influencia política, aunque décadas atrás solo computase como carne de cañón para las guerras. En el 2050 no habrá ninguna economía comunitaria (ni la de Gran Bretaña, esté donde esté) entre las siete mayores del planeta. Como explicaba gráficamente el presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker, “la situación es simple: el mundo crece, y nosotros nos encogemos”. Pero ese encogimiento como naciones ya tiene solución: “Lo que es seguro es que la Unión Europea seguirá estando en los primeros puestos”, añadía.
Lo queramos o no, el mundo del siglo XXI es distinto al que había fabricado Europa para su mayor gloria en el XIX y XX, y lo será aún más. Es mejor ser conscientes cuanto antes y no dejar pasar las elecciones europeas como un mero trámite, algo que siempre ha ocurrido, y más en esta ocasión, en que quedan sumergidas en una bacanal electoral de cuatro semanas con generales, regionales, municipales, incluso de juntas locales… Hasta las de CEOE, en el caso de Cantabria.
Es cierto que la Unión Europea no se ha sabido vender bien y que todos los políticos locales han utilizado un truco fácil y efectista, dar a entender a sus electores que todos los problemas vienen de Bruselas mientras que las conquistas les son atribuibles a ellos. Un mensaje que la población ha recogido con entusiasmo, dando por supuesto que Europa quería atenazar nuestros establos lecheros con las cuotas; desguazar nuestros barcos de pesca; cerrar nuestras fábricas contaminantes; y aguarnos cualquier pequeña licencia con su ordenancismo para todos los aspectos de la vida. Nunca se reconoció que las cuotas han servido para defender la producción de cada ganadero; que las generosas subvenciones por barco achatarrado permitieron comprar otro mejor; y que gracias a Bruselas tenemos mejores autovías que los propios alemanes, que nos las pagaron, o las mayores garantías sanitarias en todos los productos que consumimos. Si a España no la conoce la madre que la parió, como decía Guerra, en buena parte es por haber entrado en la disciplina comunitaria.
Nada de eso tiene reconocimiento público y de ahí que los electores se sientan muy poco motivados con los comicios europeos, y no solo en España. Es una realidad demasiado compleja y poco explicada, pero, con votantes o sin ellos, avanza como una apisonadora, porque incluso los partidos más reticentes a los organismos comunitarios no encuentran mejor alternativa que seguir en ellos, y el endiablado experimento de Gran Bretaña ha venido a confirmar lo difícil que es quedarse al margen.
El irónico neerlandés Frans Timmermans, vicepresidente de la Comisión, enviaba un mensaje contundente a quienes siguen sin querer enterarse: “Tan solo existen dos tipos de Estados miembros”, decía, “los pequeños y los que todavía no se han percatado de que lo son”. Después del Brexit se van percatando. Lo sorprendente es que en nuestro país algunas comunidades tampoco se hayan enterado y sigan dispuestas a redibujar el mapa político y geográfico con nuevas fronteras. Europa se consolida como una unidad política (el que diga lo contrario que busque el origen de más del 80% de las leyes que aprueban las Cortes) y resulta torpe añorar estructuras políticas de ciudad-estado mientras vemos cómo las grandes compañías buscan más tamaño para sobrevivir en un mundo globalizado donde la dimensión lo es todo. Políticas de aldea, destinadas a complacer los oídos de una audiencia que preferiría que el mundo no hubiese cambiado. El problema es que ha cambiado. Y dejemos de pensar que las europeas son unas elecciones de segunda.
Alberto Ibáñez