¡Lo que nos ha costado!
Si el cielo se cayese encima de nuestras cabezas, como presumía Asterix, no podría escoger mejor momento. Hasta mediados del siglo XIX, cuando empezaron a circular los trenes, nadie se había planteado la necesidad de utilizar reloj. Luego, durante siglo y medio, conseguimos encajar la actualidad en un formato de 24 horas, y la metimos en un periódico. Desde comienzos de siglo, el diario de la mañana ha quedado anticuado al mediodía y hay días en que ni siquiera en las ediciones de internet hay sitio para tantos acontecimientos negativos. ¿Se puede sobrevivir a un mundo así? Posiblemente, pero negándose a leer, ver y oir nada.
Los acontecimientos corren más deprisa que la planificación humana y dejan en ridículo cualquier previsión, por lo que no hay más estrategia que el día a día ni la coherencia dura más de un instante. En 24 horas, Kim Jong-Un, el hombre cohete, y Trump pueden pasar de enemigos acérrimos a darse un abrazo, y en otras 24 volver a la situación anterior. El PP cántabro puede tratar de arrinconar a la consejera de Sanidad en una comparecencia con unos contratos del SCS sin poder evitar que en esas mismas fechas su secretaria general sea juzgada por ganar su propio congreso poco menos que comprando los votantes, que al partido le caiga la del pulpo con la sentencia de Gurtell y que Rajoy se vaya para su casa después de perder el Gobierno. A su vez, los de Podemos, que querían reventar las hipotecas, tienen que acabar haciéndose partícipes de la de Pablo Iglesias. Vivimos en un ecosistema más confuso e imprevisible que la famosa sopa primigenia que dio origen a la vida y entre tanto descontrol, nos hemos ido desprendiendo de la coherencia y la credibilidad.
Entre la máxima ansiedad por lo que ocurre y la máxima indiferencia debería haber algún escalón intermedio en el que poder acomodarnos, pero la vida no tiene esa condescendencia con nosotros. Cuando los rusonianos redescubrieron las bondades del campo y, tiempo después, caló esa corriente de opinión en España, se citaba a Cantabria como la Arcadia feliz, ese lugar idílico para el que aparentemente está ajustada la naturaleza humana y del que nos empeñamos en salir, no se sabe bien por qué. Los pacíficos verdes del paisaje y un sistema social muy asentado durante siglos eran el paradigma del ‘aquí no pasa nunca nada’ (malo, se entiende).
Desgraciadamente, no hay ninguna arcadia feliz, pero sí es posible que Cantabria sea un buen refugio para esa vorágine que está superando a los españoles. El clima, por más que nos quejemos, es bonancible. Hay más seguridad que en la inmensa mayoría de los países, incluido el nuestro. La sanidad es universal y con tecnología de primer nivel. Las autovías son gratis (solo hay unas pocas comunidades en España donde ocurra) y resultaría difícil encontrar otro equipamiento cultural semejante para un número tan reducido de habitantes. Hay casi 100 playas y se puede practicar todo tipo de deportes, desde la escalada al submarinismo y desde la espeleología al esquí. Además, dice la guía turística más influyente de Europa que esta región es el segundo lugar más atractivo de todo el continente, lo que quizá sea un poco exagerado pero no del todo incierto.
No somos ricos, pero no ha habido grandes escándalos económicos recientes y en los test europeos de gobernanza nos codeamos con las democracias europeas más asentadas, especialmente en la igualdad de acceso a los servicios públicos, se provenga de la clase social que se provenga.
Con la que está cayendo, es mejor reparar en estas cosas que no suelen ser noticia y consolarnos de que el cielo siga sin caer sobre nuestras cabezas que preguntarnos cómo un delincuente como Bárcenas pudo ser el senador más votado de la historia de Cantabria o lamentar que por cada euro que llegue a Cantabria de los recién estrenados presupuestos del Estado llegarán dos para nuestros vecinos del Este, que ya tienen su propia financiación; ni que perdamos el tiempo en cuestionarnos si el Gobierno regional sabe por fin qué AVE quiere o por qué todos los colectivos que viven del sector público se rebelan a la vez exigiendo mejoras cuando la aspiración de todos los que viven de la economía privada es, precisamente, pasarse a su bando.
Busquemos lo positivo y pensemos que esta pequeña aldea del mundo por fin remonta y empieza a crecer más que la media. Lo que nos ha costado.
Alberto Ibáñez