Rectificarse cada día
Empezar un mandato en verano puede ser una ventaja o un inconveniente. Hubo un rector efímero en la UIMP que nada más tomar posesión en julio se fue de vacaciones, tal como tenía previsto en su anterior ocupación, sin tener en cuenta que en una universidad de verano esas semanas son las que justifican todo el año. Si a esto se añade que su nuevo cargo ganaba la mitad de lo que venía percibiendo en su actividad privada, se entiende que no durase mucho.
El Gobierno de Buruaga ha podido aprovechar el bajón político del verano para ponerse al día antes de que la oposición le empezase a vapulear. La mayoría de los consejeros han esperado a significarse, porque sentirse permanentemente observados es una experiencia nueva para muchos de ellos, y no resulta cómodo. Tampoco es un trabajo tan llevadero como se supone desde la calle, porque al desesperante encorsetamiento que tiene gestión pública y las presiones de todo tipo se le suman actos públicos cada fin de semana que impiden desconectar, lo que lleva a algunos a preguntarse cómo lo hacía Revilla, a sus 80 años.
El aterrizaje del nuevo Gobierno ha sido muy distinto al que esperaba una parte del PP, porque Buruaga ha frenado, con mano de hierro, a quienes llegaban deseosos de pasar factura a sus predecesores del PRC y PSOE. La presidenta, que gobierna en minoría, está comprobando lo difícil que le resulta la interlocución con la portavoz de Vox, Leticia Díaz, que no lleva muy bien el no haber entrado en el Ejecutivo regional, y por ese motivo no se puede permitir el lujo de ahuyentar al PRC, que ha de aportarle los votos que le faltan. En esa prioridad de mantener las alianzas no le han dolido prendas al obligar a sus consejeros a un puñado de rectificaciones clamorosas, desde las becas a los estudiantes que quieran hacer bachillerato en centros privados, a mantener el Impuesto de Patrimonio, pasando por la idea de que las listas de espera solo se pueden gestionar estableciendo copagos.
La bisoñez política de muchos miembros del Gobierno origina algunos de estos goles en puerta propia, tantos que Buruaga no ha podido evitar tener cada día un sobresalto, y no por culpa de la oposición. No es justificable que su Gobierno asegure que por fin se han presentado unos Presupuestos valientes y realistas y a la semana reconozca no haber incluido 30 millones en Sanidad y 38 en nóminas de profesores. O denunciar que han desaparecido cerca de 100 millones de euros de los Fondos Europeos y luego aceptar que quizá estén en manos de consejerías que no han reportado el gasto, algo que recuerda a aquella acusación de Ignacio Diego de que Revilla se había llevado a casa los cuadros de su despacho, porque habían quedado marcas en las paredes (en realidad eran dibujos infantiles).
La subida de los sueldos del Gobierno en un 20%, con freno y marcha atrás a las cinco horas, culmina esta pirámide de errores que también han revelado la absoluta carencia de cintura política. Basta ver que se le ha subido casi el mismo porcentaje a los diputados y eso no ha causado ningún terremoto político.
Llegar desde la oposición y tener que nombrar de repente a más de cien cargos (la cifra ya supera a la de sus predecesores) no es tan fácil como parece, porque ni hay tanto banquillo en los partidos ni tantos mirlos blancos en el sector privado dispuestos a aceptar esta responsabilidad por unos sueldos que, como se ha visto con esta última polémica, no han variado en quince años y son más bajos que los de sus subordinados, un auténtico dislate que habrá que corregir antes o después. Pero, sobre todo, porque se necesitan muchas escamas políticas para sobrevivir al chaparrón semanal en el Parlamento, a los titulares de los periódicos y a cuantos entran cada día en los despachos, siempre para pedir. Y el Gobierno de Buruaga está mostrando que la situación le excede. El ejemplo más claro es la enfermedad hemorrágica. Pese a haber matado ya oficialmente a 5.500 vacas (el consejero reconoce que la realidad es mucho peor), nadie se atreve a cerrar las ferias o a prohibir las concentraciones ganaderas, donde el riesgo de contagio es altísimo. Que los mismos que se niegan a aceptar esas medidas de sentido común exijan (y obtengan) subvenciones por los animales contagiados resulta intolerable. Si la Consejería no puede –como dice– cerrar las ferias, que se lo reclame a quien tenga capacidad para decidirlo pero lo que está haciendo ahora es colaborar en este despropósito.
Alberto Ibáñez