Se los llevará a todos

Los pobres se sienten mejor representados por los ricos, como Trump; los inmigrantes asentados no quieren que vengan más; Sánchez conserva más firme el apoyo de su electorado cuanto más arrecian las críticas conservadoras, y la extrema derecha es la que abomina de la globalización… Tantas paradojas indican que la política ha dejado de encajar en los patrones tradicionales. La perplejidad con que recibieron la victoria de Trump todos los medios de comunicación españoles, diametralmente opuestos en cualquier otro asunto, deja constancia de que sigue habiendo más cosas que nos unen de las que nos separan pero también ha demostrado que la realidad ha desbordado nuestro marco mental.

El siglo XXIno ha traído coches voladores ni ropajes de corte espacial sino desconcierto y rabia. Los estándares occidentales que tras la Segunda Guerra Mundial garantizaron décadas de prosperidad y avances sociales se enfrentan a movimientos migratorios que, por su dimensión, no sabemos cómo encajar, y las clases medias ya sufren en sus carnes la competencia salarial directa de quienes hacen lo mismo en países emergentes a menor precio. 

Aunque hay una evidente relación de los votos que han dado el poder a Trump, Meloni o Milei con la geografía del descontento, el naufragio general esta vez no es producto de un ciclo económico desfavorable sino del enfado y la pérdida de certidumbres. Están cambiado demasiadas cosas a la vez y el ser humano, como cualquier otra especie, está programado para las rutinas. Vivir tiempos interesantes no es ninguna bendición.

Si se baja un escalón, al de la política nacional, se palpa el mismo malestar y la incapacidad de todos para darle respuesta. Quienes llegaron hace diez años para dinamitar el sistema político salido de la Transición están pasando ya a la escombrera de la historia, y los partidos de toda la vida se encuentran perdidos, al creer la derecha que atiende a las esencias de un país que ya no conoce y suponer la izquierda que tiene el apoyo de los más desfavorecidos, una versión renovada del despotismo ilustrado que pretende resolver la vida de los demás sin preguntarles lo que opinan, por ejemplo, a los currantes sobre la cultura woke. Un mal especialmente notorio en la secretaria general de Sumar, que sobreactúa para encontrar visibilidad en la avalancha de lodo (teórico y real) que vivimos, aunque por una vez le ha venido de perlas, al tapar el incomodísimo escándalo Errejón.

Con tanta suficiencia no es de extrañar que todo les salga mal. Los doctrinarios del ‘sí es sí’ comprueban estupefactos que ellos mismos no pasan la prueba del algodón; al PSOE, el caso Ábalos se le va pegando de dedo en dedo, como los chicles; el valenciano Mazón es un desastre y además negocia, en un desdichado almuerzo, la dirección de la televisión valenciana, mientras su partido acusa a Sánchez de no respetar la independencia de RTVE y, en Cantabria, el consejero de Turismo adjudica, sin concurso, la gestión de varias instalaciones de Cantur a una empresa catalana. Por no escarbar más en el empeño de nuestro Gobierno regional en regalar Sogarca (y sus 16 millones de euros) a Iberaval, controlado por la Junta de Castilla y León y por la Comunidad de Madrid, negándose a valorar las ofertas presentadas por las SGR vasca y valenciana.

Todos aseguran hacerlo por nosotros que, al parecer, no tenemos ni idea de lo que nos conviene. Quizá hayan olvidado que todos estos asuntos públicos están perfectamente reglados y que suelen acabar en el juzgado.

Con la piel endurecida por los escándalos diarios, nada de esto suscita ya indignación, pero va a ser el mísero barranco del Poyo y su desgraciado balance lo que se va a llevar por delante a la clase política y a los medios tradicionales, incapaces de imponer su relato a una población que ahora se informa (o desinforma) por otras vías muy preocupantes, y cuya respuesta electoral o en la calle resulta tan voluble como imprevisible.   

Lo que ocurra a partir de ahora en Valencia va a decidir el futuro del país. Llegará mucho dinero público y privado pero no habrá liderazgo ni de dónde sacar la mano de obra que se necesita para reconstruir un área de tal magnitud, que equivale a las cuatro quintas partes de Cantabria. Valencia no es Lorca, tiene un peso decisivo en la política nacional y la presión de esa olla irá a más mientras no regrese una normalidad que tardará años. Eso es lo que va a llevarse por delante a los dos partidos principales del país. Juegan con fuego, y esta vez lo saben.

Alberto Ibáñez

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