Solución a un problema histórico
En veinticinco años hemos cambiado un par de veces la forma de la Plaza del Ayuntamiento de Santander y otro par de veces la de Alfonso XIII, lo que indica la velocidad a la que consumimos obras que pagamos con el dinero de todos. En ese mismo tiempo, en cambio, no hemos conseguido ejecutar las sentencias de derribo de 473 viviendas ni tampoco encontrar una salida para sus propietarios, que solo pueden ser acusados de comprarlas de buena fe. Quienes ganaron dinero con ellas fueron otros y quienes autorizaron unas licencias que claramente eran ilegales, también, pero a esos no les persigue nadie, ni siquiera su conciencia. El problema ha llegado hasta aquí porque era de una magnitud gigantesca, por el drama humano que provoca y por el coste de más de 300 millones de euros que pagamos, paradójicamente, aquellos que debíamos ser resarcidos. Las 256 viviendas que se habían derribado hasta ahora estaban sin ocupar, lo que quitaba dramatismo a las demoliciones, pero ya no quedan medias tintas y era inevitable empezar con las casas habitadas, algunas de ellas primeras viviendas, como los que se han producido en Cerrias (Piélagos).
Los derribos, como los desahucios, son dolorosos, por más que se indemnicen, tanto para quienes son forzados a dejar su vivienda como para el bolsillo de quienes tenemos que indemnizarles. Es la ley, pero en ocasiones la ley puede ser contraria a la justicia y esta es una de ellas. Después de un viacrucis semejante, es difícil, incluso para Arca o para los jueces que dictaron las sentencias, defender que no es posible encontrar otra solución. En estos años todo han sido torpezas, la de alcaldes, concejales y técnicos que concedieron las licencias o las ratificaron en la CROTU justificando que esas construcciones creaban riqueza (obviamente, para algunos sí); la de quienes, después de sentenciadas, no supieron juntar a las partes para buscar una solución consensuada; las de los ayuntamientos que a partir de entonces trataron inútilmente de engañar a los jueces haciendo planeamientos a la carta que únicamente buscaban la legalización a posteriori de una manera burda; la de la propia Arca, que podía haberse apuntado una victoria moral de haber tenido la condescendencia de aceptar que ese dinero de las indemnizaciones se hubiese destinado a un fin mucho más noble y productivo que los derribos, como un gran proyecto medioambiental en la vieja mina de Reocín o en cualquier otro lugar, que Cantabria hubiese podido exhibir como el triunfo del sentido común frente al sueño la razón que representan los derribos.
¿Vamos a presumir, en cambio, de poner un cartel de Cerrado por Demolición en Vuelta Ostrera, que ha sido una bendición para la cuenca del Besaya al acabar con una contaminación oprobiosa y para la que nadie va a encontrar otro emplazamiento menos conflictivo, por mucho que busque?
Los derribos son una forma de catarsis, no cabe duda, y de hacernos entender que no cumplir la ley tiene consecuencias muy caras, pero ya están pagadas de sobra y, por eso, si el Gobierno de Cantabria ha encontrado una solución para evitarlo a través de la Ley del Suelo, por más que se haya hecho por la puerta de atrás y con sigilo, bienvenida sea, aunque el resto de las reformas que ha hecho de esa ley sean muy discutibles y, como le han advertido desde Madrid, probablemente inconstitucionales. El párrafo que legaliza las viviendas previas al POL, la inmensa mayoría las que tienen sentencia de derribo en la zona costera cántabra, es acabar aceptando lo inevitable y puede ser la solución que hasta ahora parecía tan difícil de encontrar.
El daño ya estaba hecho, los autores materiales e intelectuales nunca fueron denunciados penalmente para que al menos pagasen una parte de las consecuencias que tuvieron sus actos y, al final, los condenados acabamos por ser quienes compraron las viviendas y nosotros mismos, que cada año tenemos que reservar una parte de los impuestos que pagamos para indemnizarles.
La decisión final queda en manos de los jueces, que deberán decidir si esa reforma legal imposibilita la ejecución de los derribos, como parece obvio. Están ante la oportunidad de cerrar este episodio desgraciado o continuar dándole alas a un problema que no tiene ninguna solución buena. Como en los indultos, debiera haber propósito de la enmienda por parte de quienes creen que el urbanismo es una máquina de generar grandes cantidades de dinero con muy poca inversión, apenas unas líneas de papel oficial pero, afortunadamente, el POL de 2004 resolvió las tentaciones de hacer más desatinos en las costas. En el interior, está claro –con las otras reformas introducidas en la Ley del Suelo– que la intención es seguir haciéndolos.
Alberto Ibáñez