Un diputado cántabro en San Telmo y un catalán de Guriezo
En este siglo XXI, los acontecimientos no se suceden, se embisten, y resulta perfectamente posible todo lo que 24 horas antes era imposible. El otrora diputado nacional del PP por Cantabria Juan Manuel Moreno –algo que no recuerdan ni sus votantes de entonces– está a punto de convertirse en presidente de Andalucía… O no. Pero tampoco esperaba nadie que Sánchez llevase los Presupuestos a la Cámara sin haber conseguido una mínima garantía de tener los votos necesarios. O que el consejero Juanjo Sota fuese imputado por no haber rebajado los salarios de la empresa pública Sogiese en un 5%, dado que cobran con fondos de la UE.
Tampoco cabía suponer que un presidente de la CEOE, Lorenzo Vidal de la Peña, enarbole un discurso antisistema que, por cierto, a los partidos del Gobierno les preocupa bastante menos que la posibilidad de encontrárselo al frente de una de las formaciones de derechas que aún no tienen candidato y para las que se manejan todo tipo de nombres.
Con semejante acumulación de acontecimientos inesperados, las legislaturas de cuatro años se hacen largas para todos, electores y elegidos. Antes se daba por hecho que no eran suficientes para dejar patente la gestión de un gobernante y ahora bastan y sobran para que se destrocen internamente el 75% de los partidos que concurrieron a las elecciones y para que acaben imputados la mitad de los cargos electos. En dos semanas de campaña electoral, Vox, que no tenía expectativas de conseguir más que dos o tres escaños en Andalucía, ha podido encaramarse a los doce, y si se repiten las elecciones por no poder formarse gobierno, puede que a veinte.
Los dieguistas, críticos del PP que hace apenas seis meses iban cabizbajos de vuelta a sus casas, ahora pueden escoger entre sumarse a Ciudadanos, a Vox (aunque eso no parezca muy coherente con su autodenominada Lealtad Popular), e incluso al PP (que va a recoger a alguno de ellos), un abanico de opciones que no podían ni imaginar. A su vez, la izquierda de colorines empieza a descubrir que los mensajes de nicho, para congraciarse con colectivos concretos, crean más aburrimiento que votos. Y las plataformas, mesas, mareas y confluencias están a punto de volver a ser lo que tradicionalmente eran: grupos de debate dialéctico siempre dispuestos para salir a la calle, donde la realidad les retrata cruelmente, porque suelen ser menos los asistentes que los convocantes, lo que nunca ha hecho la más mínima mella en su ánimo.
Del paso del diputado Moreno por Cantabria hay menos fotos aún que del senador Bárcenas, lo que indica lo fácil que resultaba en aquellos tiempos para los candidatos del PP conseguir un escaño en la región. La marca les llevaba en volandas. Pero habrá que pensar en sacar algo de ello si llega a estar al frente de la Junta. Miguel Ángel Revilla, que como todos los presidentes veteranos empieza a estar más interesado por lo de fuera que por lo de dentro, podría hacer una maniobra de acercamiento a nuestro jándalo en el Palacio de San Telmo, algo parecido a lo que ha hecho con López Obrador, aunque en el ADN de Moreno no parece que pueda encontrar más genes cántabros que su antigua ficha como diputado en el Congreso.
No podemos desaprovechar otra oportunidad como la del recién fallecido Josep Lluis Núñez, catalán de Guriezo (José Luis Núñez Clemente, cuando fue bautizado cántabro), que montó grandes negocios en su tierra de acogida e hizo del Barcelona más que un club, un problema, el de la exacerbación del nacionalismo catalán. El presidente con más títulos, el constructor con más polémicas y del que aquí nunca nos hemos acordado (él tampoco de nosotros), ha sido despedido en Cataluña como un héroe. Es curioso que otro constructor cántabro, Vicente Calderón fuese el adalid que refundó el Atlético de Madrid y que un naviero de Castro Urdiales, Ramón de la Sota, diese cuerpo económico al nacionalismo vasco, que hasta entonces era solo una ensoñación de un Sabino Arana al que nadie hacía mucho caso. Son esos personajes que exportamos, que nunca dejan de causarnos asombro.
Alberto Ibáñez