Vivienda: lo que no se dice

El hecho de que las calles de todos los países se parezcan cada vez más no significa que se ajusten a los mismos patrones sociológicos. En España la vivienda es mucho más que un espacio residencial. Tiene tantos matices que cualquier regulación está condenada a fracasar. Todos somos conscientes de que es un mercado muy inflacionista, lo que hacen imposible el acceso a la vivienda para muchas personas, pero quienes opinan que basta liberalizar el suelo para abaratarlas, no tienen más que recuperar las tablas de revalorización durante la época de Aznar. Quien, por el contrario, suponga que los precios pueden controlarse con más regulaciones, como el actual Gobierno, comprobará pronto la escasa eficacia de esa medida en los pocos lugares donde se ha puesto en práctica.

En este asunto se enfrentan dos bloques tectónicos en constante fricción, el derecho a una vivienda y su condición de negocio muy lucrativo. Una difícil convivencia que ningún gobierno ha sabido conciliar y que tampoco va a resolver una empresa pública, por mucho que construya, o el plan de Feijoo, que no podrá sacar suelo al mercado de forma masiva en mucho tiempo, con todos los planes de urbanismo anulados y votando él mismo en contra de la norma que pretendía evitar que sean sistemáticamente tumbados. Igual que no ha dado ningún resultado la idea del actual Gobierno cántabro de disparar los precios autorizados para la VPO. ¿Para qué queremos gastarnos dinero público en poner viviendas protegidas en el mercado al precio de las libres? ¿Por qué no acuden los promotores ni siquiera en estas condiciones tan ventajosas?

La vivienda es, probablemente, el producto de gran consumo en el que las tecnologías menos han abaratado los costes. Hay muchas mejoras técnicas y de calidad, pero se construye como se construía, se tarda más o menos lo que se tardaba, muchos de los materiales se usan desde hace milenios y no se ha conseguido abaratar la producción significativamente. Sigue siendo necesaria mucha mano de obra y, cuando escasea tanto como ahora, los promotores se centran exclusivamente en las viviendas de lujo, que dejan más margen. 

Si estas circunstancias cambian en un futuro próximo gracias a la construcción industrializada, es posible que logremos superar por fin esa barrera que impide a muchos jóvenes independizarse o que muchas familias puedan tener una residencia digna sin gastar más de lo que pueden permitirse en un alquiler o en una hipoteca.

Por tanto, lo primero es conseguir abaratar los costes de construcción y reducir los tiempos de la tramitación urbanística, para evitar esos desajustes entre oferta y demanda, la auténtica razón de las posibilidades especulativas que siempre han sido consustanciales a la vivienda.

Habría que preguntarse por qué nuestra sociedad pone tan escaso empeño en investigar sobre las tecnologías de construcción, tan vitales o más que las del automóvil, por ejemplo. Quizá llegásemos a una conclusión políticamente incorrecta: en realidad, a nadie le interesa cambiar el status quo de la vivienda salvo a quienes necesitan comprar la primera. Todos los demás, acabamos participando del negocio y, como ocurre en la venta piramidal, el peor de los escenarios para esa gran mayoría es que se pare.

La revalorización hace que quienes ya tienen una vivienda se sientan propietarios de un patrimonio significativo y de un seguro para su vejez, algo que no tienen sociedades más ricas que la nuestra donde la mayoría son arrendatarios.

Que bajen los precios no le interesa, tampoco, a los propietarios de suelo, que esperan poder hacer un buen negocio; a los promotores inmobiliarios, porque reduciría sus márgenes; a los bancos, al recortar la demanda de crédito; a los ayuntamientos, que tienen en las tasas de vivienda y en los IBIs su principal fuente de ingresos; a las autonomías, que siguen gravándolas con unos tipos que solo se justificaban cuando se escrituraban muy por debajo de su valor; a los arrendadores… 

La vivienda es el mayor negocio de este país y soslayar esa realidad en las regulaciones dejaría un reguero interminable de perjudicados. La otra, es su enorme dimensión. Con un parque nacional de 19,5 millones de viviendas, no parece muy realista suponer que construir 100.000 públicas resuelva el problema, cuando ni siquiera estarán disponibles a medio plazo, ni que se pueda poder poner coto al alquiler turístico ahora que cientos de miles de familias se han subido a ese carro. La solución, si la hay, solo puede venir por una vía disruptiva, un nuevo modelo tecnológico para edificarlas, que las haga más baratas y mucho más rápidas de construir. Hasta ese momento, podemos esperar sentados.

Alberto Ibáñez

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