Editorial
La llegada de un nuevo Gobierno siempre tiene algo de ilusionante. Como con los cambios de entrenador, el personal siempre dispara las expectativas, a veces sin ser consciente de que la plantilla da para lo que da y una región de 600.000 habitantes es demasiado pequeña para casi todo, por mucha infinitud de que presuma.
Sorprendentemente, Ignacio Diego no nos ha dicho aún lo que quiere hacer para cambiar el negro signo de estos tiempos, más allá de reducir el gasto público, actuar con transparencia y ejercer el sentido común. Una receta de principios básicos que quizá valiese mientras estaba en la oposición pero que no es suficiente para el Gobierno, donde hay que mojarse todos los días. Prometía Jesús Ceballos, un concejal de la época de Hormaechea, que su principal objetivo si salía elegido sería tramitar los expedientes, un empeño absolutamente loable pero desconcertante: la ciudadanía da por hecho de que los expedientes administrativos, por mal que estén las cosas, se tramitan. Hay que reconocer en favor de Ceballos que, en aquella época ni siquiera eso era posible, en una Administración absolutamente paralizada y desmotivada.
Lo que los electores demandan de un líder no es la tramitación de expedientes –que, obviamente, alguien hará– ni que esté en su despacho 24 horas abrumado por la herencia que recibe, por muy pesada que sea. Necesitan alguien que les ponga las pilas, aunque sea pidiéndoles sacrificios. Si un entrenador reconoce ante su plantilla que lo más probable es bajar de categoría, difícilmente ganará partidos, por muy realista y transparente que sea, y ni siquiera acabará la temporada. La política concede un margen mínimo de cuatro años, aparentemente el tiempo suficiente para restablecer la situación, pero no podemos permanecer un año entero haciendo planes estratégicos, como anunció el presidente, antes de tomar las medidas oportunas. Para entonces, el enfermo o se ha empezado a recuperar por sí solo o está muerto.
No obstante, los políticos influyen en la situación económica mucho menos de lo que la gente suele suponer y basta ver el ejemplo de Bélgica, donde llevan un año sin gobierno, para comprender que en sociedades tan articuladas como las occidentales, los engranajes funcionan solos y los gobernantes únicamente han de atender la caldera, para echar más madera, cuando la inercia disminuye, o aflojar la presión cuando se desmelena. En las últimas legislaturas hemos hecho lo contrario: cuando la economía cabalgaba al galope, optamos por acelerarla aún más, impulsando el endeudamiento privado primero y el público más tarde. Si en vez de crecer al 3% se podía llegar al 5%, mucho mejor. Pero esa política no tenía en cuenta que robar dinero al futuro sólo es aceptable cuando estamos seguros de que ese futuro va a ser mejor. Nadie parecía ser consciente de que habíamos llegado al paroxismo y, como hubiera sido razonable imaginar, el futuro empeoró. Así que ahora no tenemos para el presente y, encima, nos vemos obligados a pagar el pasado.
Cada vez que vivimos un ciclo económico nos prometemos a nosotros mismos que nunca más cometeremos los mismos errores, pero esas cautelas de gato escaldado duran hasta que una nueva euforia nos nubla la vista. Han de ser los gobiernos los que tengan la sangre fría de aplicar políticas anticíclicas, aunque el papel de aguafiestas sea duro. Resultan mucho más populares las procíclicas, gastando lo que hay y lo que se presume que habrá, como si los buenos tiempos fuesen a durar para siempre. Algo que han hecho, sin distinción ideológica, todas las administraciones del país.
Nacho Diego recoge una Cantabria con muchos ‘líos’ como los ha bautizado en su investidura, pero embarcada en proyectos ilusionantes. Es cierto que muchos han pecado de gigantismo y sería bueno redimensionarlos y más cierto aún que quienes han gobernado han confundido los continentes con los contenidos, un mal general en una España que se ha llenado de edificios públicos faraónicos de discutible utilidad y de ruinoso mantenimiento.
Lo que ocurre es que gobernar es gestionar problemas y, al mismo tiempo, transmitir ilusión. El discurso de investidura recargó tanto las tintas negras que a punto estuvo de deprimirnos a todos. Afortunadamente, Diego lo cerró con un tono mas reconfortante. Seguimos sin saber cuál va a ser la medicina concreta que aplicará el nuevo presidente, pero al menos nos dejó intuir que algún día saldremos de esta. Un alivio.