Inventario
Inmobiliarias al repliegue
El ex consejero de Economía cántabro Fernando Rodríguez y Rodríguez de Acuña, del que ya pocos se acuerdan a no ser por aquella definición de “mirlo blanco” que le atribuyó el fallecido Ambrosio Calzada para justificar su nombramiento, no tuvo mucha suerte en la región, donde duró poco, pero se ha convertido en un gurú del negocio inmobiliario, con sus informes sobre el sector. Y ahora ha echado un jarro de agua fría al ser el primer en anunciar un fuerte descenso de las ventas en 2006, como consecuencia de la caída de la demanda en las zonas costeras y de los altos precios, y en aventurar que tres de cada cuatro promotoras inmobiliarias van a desaparecer en los próximos años, lo cual no es tan dramático como parece, porque de las 60.000 censadas –una enormidad– 20.000 ya no tienen nada en promoción en estos momentos.
Rodríguez y Rodríguez de Acuña presume que la oferta se va a adaptar a la nueva realidad del mercado, con la construcción de menos pisos, más baratos y ubicados en los extrarradios, para ajustarse a unos compradores que han visto aumentar los tipos de interés pero no los salarios, y augura que más del 35% de las compañías inmobiliarias que hay en España ni siquiera podrán superar el 2008, por no poder atender sus compromisos financieros. Aunque el cálculo sea discutible, la razón no es difícil de entender, porque se ha duplicado el tiempo medio que se necesita para la venta de un piso y al coincidir esa circunstancia con un notorio incremento de los tipos de interés, el efecto para el bolsillo de los promotores, que trabajan con financiación ajena, se multiplica.
Con la concentración de grandes compañías que se está produciendo en el mercado inmobiliario, lo lógico es que la media docena de empresas que han adquirido dimensiones internacionales pasen a controlar la promoción en todo el país y aparten, por la vía de la adquisición o la del desánimo, a todas las demás. A las pequeñas porque simplemente han nacido al calor de una coyuntura muy especulativa que permite unos rendimientos muy altos, incluso para aquellos que sin ninguna estructura de personal ni de oficinas se lanzan a promover unas pocas viviendas y no tendrían motivo alguno para operar en un ciclo bajista. Las medianas, porque en un cambio de coyuntura pueden tener serios problemas con el endeudamiento y quizá piensen que ha llegado el momento de sacarle rentabilidad a su posición regional vendiendo su cuota de mercado a una gran empresa, y las restantes, las que prácticamente se dedican a intermediar con expectativas de subidas de suelo, porque las ocasiones ya han pasado.
Ordeñada la vaca, políticos, promotores y compradores comprobarán que no se necesitaba tanta leche y que es muy problemático almacenarla. Y la realidad nos dará una lección económica que debiera ser útil para el futuro: los precios no bajan cuando se construye más, como se han empeñado en defender los ayuntamientos para convertir todo el suelo en urbanizable, sino cuando se compra menos.
La ansiedad ya no vende
Todas las series televisivas de la nueva temporada en EE UU son de corte fantástico. Ya se sabe que en televisión no hay casualidades. Si algo funciona, todos copian la fórmula hasta que la agotan y a partir de ese momento, a buscar otra. Pasó en España con la telerrealidad o con las crónicas de cotilleo. Y los psicólogos americanos, que siempre están dispuestos a analizar de qué pie cojea su potencial clientela ya han advertido que esta oleada de extraterrestres con poderes, superhéroes, resucitados y otras fantasías responde a una necesidad masiva de combatir la ansiedad y de evadirse de la realidad. Algo que parece contradictorio con una sociedad más rica que nunca, sin problemas económicos a la vista y que, aunque padece una guerra, no está demasiado preocupada por ello, porque esta vez la soldadesca no es forzosa, como en Vietnam, sino que está formada por voluntarios que buscan un sueldo o la nacionalidad.
Cuando estas series lleguen a España y triunfen aquí, descubriremos que los españoles también necesitamos evadirnos y que, tras una buena dosis de telerrealismo hospitalario y policial, el personal se pasará a lo exotérico, agradecido de liberarse de cualquier cosa que le recuerde a su ajetreada vida diaria.
En realidad, las productoras norteamericanas no están seguras de que su nueva oleada de ficción paranormal vaya a tener éxito. De lo que están seguras es de que la anterior, con series sobre el terrorismo o la violencia de género no han funcionado, a pesar de que supuestamente eran temas estrella, sobre los cuales la sociedad americana estaba muy receptiva.
La experiencia puede ser ilustrativa para aquellos que se empeñan en excitar la ansiedad popular con este tipo de asuntos, algo que en España resulta muy habitual entre los periódicos y las emisoras de radio. Una fórmula que ha dado tanto resultado a corto plazo como dolor de cabeza general, pero que está condenada a diluirse hasta dejar de funcionar. Y es que, aunque al consumidor le cueste hacerse a la idea, detrás de muchas de las posiciones mediáticas no está el convencimiento, sino el negocio.
Las buenas noticias no son noticia, en opinión de muchos editores, que manejan perfectamente los hilos de la ansiedad de su clientela, al menos hasta que se rompen. Luego encontrarán otros argumentos, porque el objetivo es mantener a la parroquia en vilo permanentemente. Pero eso, que ha funcionado hasta ahora en aquellos medios que fidelizan mucho, como los periódicos o las emisoras de radio, no funciona en la televisión, donde el propietario de un mando a distancia se siente desafecto de casi todo. Lo han comprobado los programadores y, antes o después lo comprobarán los editores de periódicos –que cada vez venden menos– y los predicadores radiofónicos.
Arcas llenas
Gobernó Aznar, que se había comprometido a rebajar la presión fiscal, y la presión fiscal aumentó casi cuatro puntos. Gobierna Zapatero y en tres años ha crecido dos puntos más. Los españoles pagamos ya el 36,52% del PIB que, aunque esté aún bastante por debajo del 40,8% de la media europea, es incompatible con todas las promesas realizadas. Y eso ocurre después de rebajar los tipos de algunos impuestos, lo que demuestra que la ingeniería fiscal de las administraciones públicas es al menos tan sinuosa como la de los mejores asesores de empresas que se sientan al otro lado de la mesa.
La presión fiscal empieza a ser como la atmosférica y sube o baja en función de los recalentamientos económicos. Cuando la economía marcha a velocidad de crucero, como ahora, con niveles de crecimiento por encima del 4%, no es necesario hacer nada para recaudar cada vez más. Incluso en el caso de rebajar los tipos aplicados en el IRPF y en Sociedades puede darse la paradoja de recaudar más, porque la bonanza económica general ha aumentado sensiblemente el número de asalariados y, por tanto, el de contribuyentes por Renta, los beneficios de las compañías avanzan a un ritmo espectacular y, por si fuera poco, cada año aparecen un 10% más de empresas que declaran.
Las Administraciones públicas se convierten, de esta forma, en las primeras beneficiarias de la mejora del bienestar común pero esas recaudaciones inesperadas debieran ser devueltas a través de nuevas rebajas en los tipos por dos razones evidentes: para cumplir un compromiso con los electores y por el peligro que conlleva el considerar como ingreso recurrente lo que simplemente está llegando de forma coyuntural. Las administraciones no son muy distintas a los ciudadanos de a pie en sus comportamientos. A medida que recaudan más, gastan más y ese gasto, convertido en costumbre, es muy difícil de ajustar a la baja el día en que la economía cambie de ciclo y los beneficios de las empresas, por ejemplo, aporten muchos menos ingresos. Afortunadamente, el Estado se tomó muy en serio la política de equilibrio presupuestario impuesta en Maastrich y no sólo eso, sino que decidió hacer una bolsa con los excedentes de la Seguridad en previsión de tiempos peores.
Las comunidades autónomas han actuado de forma muy distinta ya que, aunque se ven forzadas a contener el endeudamiento, han utilizado este incremento de los ingresos, del que también participan, para multiplicar los gastos. En el caso de los ayuntamientos, la realidad suele ser aún peor, dado que dependen de una financiación aún más coyuntural, la que proporcionan las licencias de construcción, pero han creado unas estructuras organizativas como si esas entradas de dinero fuesen a durar toda la vida. Por si fuera poco, además, juegan con la truculencia de aumentar sutilmente los tipos fiscales cada año, algo que no hacen otras administraciones, utilizando vías que rozan la picaresca, como el actualizar las tarifas del IBI en la misma proporción que la inflación, para insinuar que no hay tal subida, al tiempo que modifican al alza los valores catastrales, con lo que el efecto recaudatorio se multiplica.
Hay razones de sobra para empezar a plantearse si la fiscalidad está ajustada o si las Administraciones públicas deberían utilizar lo ingresado por razones coyunturales solamente para amortizar deuda, sin meterse en más gastos, porque suponer que son capaces de gastar menos es política ficción, como decía el recién fallecido y habitual de Cantabria, Enrique Fuentes Quintana.