Inventario
Aquellos veranos tranquilos
Cómo no añorar los tiempos en que Don Pablo Garnica podía gobernar Banesto, el primer banco español de entonces, mientras pasaba en Noja los tres meses del verano, sin videoconferencias, sin email, sin fax y casi sin teléfono. Todos daban por hecho que el mundo no se iba a caer en verano; en la peor de las hipótesis, podía pasar en otoño o en invierno. Tiempos en los que cualquier circunstancia crítica daba margen suficiente como para volver a Madrid, hacer unos informes sosegados y reunir al consejo. Ahora no hay casi nada que pueda esperar más allá de 24 horas sin tomar una decisión. Eso sí, como no hay ninguna garantía de que sea la acertada, a las 24 horas se toma otra, y otra… Es lo que ocurre con la política económica de casi todos los países occidentales, envuelta en una vorágine de la que ya nadie sabe cómo salir, empezando por los expertos.
Si al menos hubiese funcionado una medida de cada diez que se han tomado, el problema estaría controlado, porque a estas alturas resulta imposible recopilar todas las decisiones que han aparecido en los boletines oficiales directa o indirectamente relacionadas con la angustia de la crisis. Lo preocupante es que, a día de hoy, no hay ninguna de la que se pueda asegurar que ha sido realmente eficaz. Las que se sugerían hace un año como decisivas, han resultado intrascendentes. Las que se aventuraban como revolucionarias, han devenido en inocuas y las que ya se suponía que no mejorarían mucho las cosas, efectivamente no las han mejorado nada. La crisis sigue campando a sus anchas y lo más que se ha conseguido en la mayoría de los países –no sólo en España– es no contribuir a empeorarla. Se ha flexibilizado el mercado, se ha contenido el gasto público, se ha saneado el sector financiero a costa del erario y se ha puesto en marcha algún tratamiento paliativo para los colectivos más afectados, pero seguimos estando casi como al principio y ni siquiera el verano ha mejorado el estado de ánimo, lo que en economía no suele ser un buen punto de partida. Por el contrario, lo ha empeorado. Desde hace diez años, los mayores disgustos los da septiembre, y agosto, que era un mes inexistente a casi todos los efectos que no fuesen los del disfrute, también se ha empeñado en complicarnos la vida, para que no se relaje nadie.
En tiempos de crisis, los empresarios solían dejar para el lunes la apertura de las cartas que llegaban los viernes, para no amargarse el fin de semana. Ahora, las malas noticias se cuelan por email, por teléfono móvil o al conectar el ordenador y es casi imposible escapar a un nivel de angustia que nadie puede mantener de forma permanente por muy templados que tenga los nervios. Los dirigentes que han de convivir con una crisis es muy difícil que no salgan tocados, pero igual de afectados van a salir todos los empresarios y ejecutivos, sean buenos, malos o regulares. Una crisis larga lamina a una generación que probablemente pasará a la historia como incompetente, por no haber sabido afrontar los cambios. Pero nadie dijo que fuese fácil cabalgar a lomos de un potro desbocado como el que nos hemos encontrado y a muy pocos les ha tocado una tarea tan complicada como la de reinventar de la noche a la mañana su negocio, el encaje de un país en el sistema económico internacional o, quién sabe, si toda la forma de vida del mundo occidental.
Sentencias negociadas
El Gobierno de Ignacio Diego ha retomado las gestiones de su predecesor y parece que ya tiene una salida para el vidrioso asunto de los derribos. Es muy tranquilizador para quienes se ven salvados de la piqueta; detestable para quienes son definitivamente condenados a la demolición de su vivienda; menos cabreante para los contribuyentes, que acabaremos pagando unas cantidades mucho más moderadas por las tropelías urbanísticas que ocasionaron unos pero que sufrimos todos; y puede que hasta sea un respiro para los propios jueces.
Es loable que se consigan encajar, aunque sea a martillazos, cuatro de las cinco piezas del puzzle, lo que no está nada mal tal como pintaban las cosas, pero crea un precedente peligroso. El Gobierno ha transmitido a la opinión pública la sensación de que las sentencias son negociables y, lo que es peor, que él tiene la última palabra en su cumplimiento. No solo resulta poco respetuoso con los jueces, sino que esta imagen de compadreo, en algo que es tan innegociable como una sentencia, deja abierto el camino a cualquier recurrente para echar abajo el acuerdo. Y bastantes avatares han sufrido ya los afectados como para ver dilatarse mucho más la solución.
Todos queremos que el asunto de los derribos se resuelva de una vez, incluidos los jueces, porque algunas de las licencias revocadas son de 1990, hace más de veinte años. Y es obvio que la comunidad autónoma no puede hacer frente a unas indemnizaciones que iban a superar los 40.000 millones de las antiguas pesetas, sobre todo cuando quienes debieran haberlas pagado son los alcaldes que autorizaron esas construcciones. El realismo ha conducido a que se plantee un calendario de derribos destinado a aplazar el gasto, rebajarlo en todo lo posible –al tiempo que se reduce el drama de los afectados– y dar la sensación, ante la opinión pública, de que las sentencias se cumplen, aunque sea a medias o a cuartas.
Con más sutileza, esta vía hubiese sido la más sensata para zanjar de una vez este embrollo, pero tal como se ha presentado, como si fuese el Gobierno el que tiene la última palabra, crea dos problemas: menoscaba la autoridad de los jueces –cuando el Gobierno está tan sometido a ellos como cualquier administrado y, sino, que se lo pregunten a algún ministro que probó las hieles de la cárcel– y deja en la opinión pública la sensación de que al final, todo es política y se resuelve con la política, incluidas las sentencias.
Si los jueces admiten que se lleve a cabo tal como lo ha diseñado el Gobierno, el plan escalonado de derribos dejará tranquilos a los propietarios de las viviendas que se consideran legalizables, lo cual reducirá mucho la presión social que ejercían los afectados, pero supondrá un rosario de conflictos menores a medida que llegue la hora de cada urbanización sentenciada. Será un puñado de viviendas por año, porque el grueso, La Arena, se deja para el final –lo que no tiene una justificación muy clara, dado que se trata de la sentencia más antigua–. Pero el sufrimiento de esos pocos cada año recordará a los habitantes de Cantabria una y otra vez la descabellada política urbanística que llevaron a cabo muchos alcaldes-especuladores que, no obstante, verán todo el proceso cómodamente desde sus casas, que no corren el riesgo de ser demolidas.
La carne de las vacas enfermas
El nuevo Gobierno regional ha permitido que vuelvan al consumo humano las canales de vacas que se sacrifican en las campañas de saneamiento. Es una decisión acertada, porque, una vez alejado el fantasma de las vacas locas, es un despilfarro enviar cada año al horno incinerador miles de vacas con enfermedades en las que basta con retirar los órganos afectados. Mucho más cuando, con una hipocresía injustificable, se vendían en la región canales procedentes de vacas enfermas de otras comunidades donde no se aplicaba la misma disciplina.
Lo inquietante es que esa vuelta a la normalidad pueda suponer una vuelta a lo anterior, a la existencia de trapicheantes que vivían de comprar vacas enfermas a bajo precio a ganaderos que en muchas ocasiones ni siquiera habían sido informados aún de que animales de su cuadra habían salido positivos. Carne barata que al final se vendía al mismo precio que la restante en los mostradores de las carnicerías, con unos márgenes demasiado saneados.
Es triste que alguien pueda hacer un buen negocio de la enfermedad y de las penas de los ganaderos pero eso tiene fácil remedio. Bastaría con informar al consumidor sobre la carne que está comprando. Los técnicos sostienen que para el cliente no es una información relevante el saber que se trata de una vaca sacrificada por brucelosis o tuberculosis, puesto que con la retirada de los órganos enfermos, la res es perfectamente comestible. Una actitud que parece instalada en la idea de que cuanto menos sepa el consumidor, mejor, para que no se deje llevar por temores sobre lo que no entiende. Una tesis que no se sostiene hoy en día, porque todos nos hemos hecho mayores y tenemos el derecho a decidir lo que comemos. Y lo que es peor, que puede amparar a los listillos, los que sí saben de su procedencia y se aprovechan de ello. Pagan menos por esa carne al ganadero –que también recibe una indemnización pública–, pero la venden al mismo precio que cualquier otra, porque al consumidor se le niega el derecho a saber que se trata de una vaca sacrificada en la campaña de saneamiento.
Si el Gobierno Diego pretende ser transparente, que empiece por este tipo de cosas. La canal de una vaca tuberculosa tendrá todo el derecho a estar en los estantes de las carnicerías, el mismo derecho que tienen los clientes a saber qué tipo de carne están comprando y a decidir si están dispuestos a pagar lo mismo que pagan por la de una vaca sana. Como es probable que se decanten por la segunda, eso obligará al carnicero a tener dos precios muy distintos y así se podrá aprovechar esa carne pero sin tener que enmascararla ante el consumidor.
Olvidarse de reseñar en el etiquetado que es una vaca sacrificada por enfermedad puede que le evite muchos problemas a los carniceros, porque soslaya el rechazo, pero es absolutamente desleal con el comprador. Si tanto trabajo nos hemos tomado en prestigiar la procedencia de nuestros productos cárnicos, informando al ciudadano que va a la tienda sobre su origen, la trazabilidad y las garantías sanitarias, ¿por qué vamos a hurtarles una información tan decisiva como el saber que la vaca que se está comiendo procede de un sacrificio obligatorio porque estaba enferma?